JONÁS: EL GRAN LIBRO DE LA MISERICORDIA
Juan Antonio Mayoral
(del libro: Los rostros de Dios en la Biblia.
Teología bíblica para meditar [BAC 2012])
Quizá pueda
sorprender al lector que, frente a los grandes libros proféticos, nos
interesemos por esta pequeña obra, que es de las más breves y, quizá por ello,
de las más insignificantes, aparte de la imaginería que sobre ella ha
desarrollado el mundo de las artes. Pero nada más lejos de la verdad. A pesar
de su reducido texto (solo cuatro capítulos), este libro esconde en su interior
una gran joya, incluso desde el punto de vista literario. Al respecto, el
comentario a los profetas de L. Alonso Schökel y J. L. Sicre Díaz,
anteriormente mencionado, dice de él: «El libro de Jonás es una obra maestra.
Entre la serie de libros proféticos, escritos normalmente en verso, encontramos
a este genial narrador que, salvo el vocabulario algo tardío, maneja la prosa
como cualquiera de los mejores clásicos hebreos».
La alusión al vocabulario tardío nos pone en la pista
de una obra moderna cuyo autor ha retrotraído su trama con una intención
claramente pedagógica. El que el libro, en el canon hebreo, aparezca entre las
obras de los profetas del siglo viii
a.C. nos dice ya que, al menos cuando este canon se formó (siglo i de nuestra era), se asociaba al
protagonista con el profeta homónimo de 2 Re 14,25, cuyo ministerio se
desarrolló en tiempos de Jeroboán II (786-746). A este profeta solo se le
menciona aquí en toda la Biblia,
en relación con una acción del rey: «Fue él quien recuperó el territorio
fronterizo de Israel, desde la entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, conforme a la palabra
que el Señor, Dios de Israel, había transmitido por medio de su siervo, el
profeta Jonás, el hijo de Amitai, de Gat de Jéfer».
Probablemente el
autor de este libro escribiera su obra en época posexílica, dadas las evidentes
dependencias literarias de Joel y Jeremías (mayor precisión es ya muy
arriesgado), y se sirviera del marco histórico del siglo viii para ambientar, y con ello expresar
mejor, la enseñanza que quería transmitir: Dios tiene en cuenta a todas las
naciones, no solo a Israel, y con todas muestra su misericordia, incluso con
aquellas cuyo pecado es inmenso.
¿Por qué podría
interesarle retrotraer su historia a esta época? Porque nos coloca en un tiempo
especialmente violento contra Israel, donde se fragua el estereotipo del
enemigo por excelencia de Dios y de su pueblo: Asiria. Para el autor y su
época, decir Asiria (o Nínive, su capital) es nombrar al terror más despiadado
de cuantos se han conocido hasta entonces. Asiria representa el mal más
absoluto, el delirio de la violencia y de la fuerza opresora; junto a sus
ejércitos caminaban el terror y la devastación. Asiria es el opresor por
antonomasia. Bástenos como ejemplo estas palabras con que el profeta Nahún se
alegra de la destrucción que el Señor ha decretado contra su capital:
¡Ay de la ciudad
sanguinaria, toda ella mentira,
llena de rapiña, insaciable
de botín!
Ruido de látigo, estrépito
de ruedas,
galope de caballos, brincos
de carros,
asalto de caballería,
brillo de espadas,
fulgor de lanzas, heridos
sin cuento,
montones de muertos,
cadáveres sin fin, tropiezan en cadáveres.
Todo ello a causa de las
muchas prostituciones
de la prostituta bella y
graciosa, experta en sortilegios,
que arrastró a los pueblos
en sus prostituciones,
y a las gentes en sus
brujerías (Nah 3,1-4).
No olvidemos, además, que fue Asiria la
que acabó con el reino de Israel en el año 722; si bien para los autores
sagrados fue una decisión divina por los pecados del pueblo.
Con estos datos podemos imaginar que si
algún pueblo resultaba especialmente odioso para los israelitas era el asirio.
¡Sería indeseable e incluso impensable que Dios pudiera tener misericordia de
sus gentes! Para ellas no cabría sino esperar y desear la justicia divina más
vengativa (como vemos en toda la obra de Nahún).
De un lado tenemos ya, para la trama de
nuestro libro, el malo; y no un malo
cualquiera: el peor que uno se pueda imaginar. Y como contrapunto un Dios
bueno, el mejor, que no puede ser otro que el de Israel. Pues, aunque la escena
se sitúe como decíamos en el siglo viii,
el autor real y sus contemporáneos viven ya un momento en que el peligro de
idolatría del pueblo ha quedado en un segundo plano. La fe israelita es
claramente monoteísta y no cabe en su concepción del mundo otro dios que el
único Señor de la creación y de la historia.
Y entre el malo y el bueno del libro se
encuentra, como entre dos aguas, Jonás, un personaje que representa a cualquier
fiel creyente, israelita o cristiano, que reconoce al Señor como único Dios y
sus proyectos como los únicamente válidos para la humanidad entera. Sus
sentimientos son como los de cualquier persona normal: ama el bien y aborrece
el mal y a los malos; no desea mezclarse con ellos y espera de Dios su justo
castigo. La orden divina que un día recibe le resultará tan incomprensible y
opuesta a sus expectativas que prefiere huir de Dios a seguir sus órdenes.
¿Acaso puede Dios pedir a sus creyentes algo que no se espera de él? Jonás así
lo entiende y no parece dispuesto a aceptarlo. Y toma una decisión: si Dios
quiere hacer lo que le pide, que cuente con otro, pero él se va. Pero dejemos
que sea el propio libro quien nos lo cuente.
1. Una fuga inesperada
Calificamos esta fuga como «inesperada»
porque quién iba a esperar de un profeta que salga corriendo cuando Dios lo
llama y le encarga una misión. Y en este caso no era por miedo, por lo
arriesgado de lo que se le pide, sino por desaprobación; no está de acuerdo con
el mensaje que debe proclamar. ¿Acaso abandonaron los profetas anteriores?
Parece que a Amós no le agradaba mucho su misión, pero aún así reconoce que él
debe cumplirla: «Ha rugido el león, ¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado,
¿quién no profetizará?» (Am 3,8). Las dificultades con que tropezó Jeremías
también le hicieron mirar atrás y desear abandonar, pero no lo hizo,
enfrentándose a todos los peligros (y muchos de ellos mortales); es
paradigmático en este sentido su celebre texto de las confesiones:
Me sedujiste, Señor, y me
dejé seducir;
has sido más fuerte que yo y me has podido.
He sido a diario el
hazmerreír,
todo el mundo se burlaba de
mí.
Cuando hablo, tengo que
gritar,
proclamar violencia y
destrucción.
La palabra del Señor me ha
servido
de oprobio y desprecio a
diario.
Pensé en olvidarme del asunto y dije:
«No lo recordaré; no volveré a hablar en
su nombre»;
pero había en mis entrañas
como fuego,
algo ardiente encerrado en
mis huesos.
Yo intentaba sofocarlo, y
no podía (Jer 20,7-9).
Pero a Jonás nadie le va a perseguir,
únicamente se le pide ir a una ciudad y anunciar el castigo divino sobre ella
para intentar, de esta manera, que se convierta y Dios no la destruya. Y sin
embargo, este mal profeta sale corriendo para no colaborar con Dios. ¿Por qué?
La clave está en la ciudad a la que debe ir: Nínive; y la razón en lo que hemos
recordado anteriormente. ¡Cómo contrasta esta actitud con el diálogo tan
emotivo que vimos entre Abrahán y Dios en el que el patriarca intentaba convencer
al Señor y evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra! (Gén 18,16-33) ¡Qué
profeta más desalmado al que no le duelen las vidas de los ninivitas! Y es que
estos argumentos pueden tocar nuestras conciencias pero, ciertamente, no la
suya. Como se dijo, Asiria era sinónimo de terror, humillación, opresión… y no
solo para Israel, sino también para muchos pueblos. Imaginémonos hoy al peor de
los grupos terroristas, narcotraficantes o tratantes de personas y esclavos
(que aún los hay); sobre cuyas espaldas no hay sino muertes de inocentes,
familias rotas, explotación y violencia. Si fuéramos abogados, ¿nos gustaría
participar en su defensa? Y si la ley, por oficio, nos obligase a ello, ¿no
desearíamos salir corriendo por escrúpulos morales? O quizá yendo un poco más
atrás, a los juicios contra los nazis después de la Segunda Guerra mundial, si
fuéramos judíos o polacos, o miembros de uno de los grupos más castigados por
su desaforado racismo, ¿aceptaríamos pedirles de buen grado su arrepentimiento
y conversión para así salvar su vida de la horca? Pues de estos sentimientos
quiere dotar al profeta el autor de nuestro libro. Y su reacción es, quizá, la
más lógica de esperar, aunque a nosotros hoy nos pueda resultar «inesperada».
Estamos tratando de descubrir en estos
textos el rostro de Dios, y aquí chocamos con una de las dificultades mayores
para descubrirlo, tanto en la
Biblia como en la vida: nuestros pre-juicios (en el sentido más literal del término). Las ideas
preconcebidas que tenemos sobre Dios y sobre las personas pueden no solo
impedirnos ver el auténtico rostro divino, sino, lo que sería peor,
desfigurarlo hasta el punto de hacer de su imagen una entelequia falseadora. En
este sentido es grave la responsabilidad que el Concilio Vaticano II descarga
en la propia Iglesia (en todo creyente, no solo en la institución) cuando
analiza las causas del ateísmo contemporáneo:
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su
conciencia a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de
su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los
creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo,
considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un
fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la
reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del
mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis
del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que,
con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la
doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han
velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, 19c).
Grave es la responsabilidad del profeta,
como grave es la de todo creyente que, por incapacidad, negligencia, desinterés
o incluso oposición (como es el caso de Jonás) no transmite con sus palabras y
obras la voluntad salvadora y misericordiosa de Dios. Cuando en la primera
carta a Timoteo el apóstol Pablo exhorta a pedir por toda la humanidad, por sus
reyes y demás autoridades (entre ellas las que los persiguen), da esta
importante razón: «Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios,
nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre
Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (2,3-5). Si Dios es uno, y único su
mediador, su modo de actuar con toda la humanidad no puede ser otro que el
mismo para todos. No puede tratar a unos pueblos con misericordia y a otros
negársela. Pues, de hacerlo así, se parecería más a nosotros, que sí hacemos
acepción de personas; pero, como el Señor mismo dijo por boca de Oseas: «Yo soy
Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira»
(11,9).
Pero esto
que san Pablo tenía tan claro, no le resulta fácil entenderlo a Jonás; quizá sí
la misión universal del anuncio de Dios como único Señor de todos los pueblos;
pero su misericordia con los opresores ya era pedir demasiado, y prefiere salir
huyendo. Y no a cualquier parte; el narrador nos dice que «se puso en marcha
para huir a Tarsis, lejos del Señor» (1,3). La localización de Tarsis no está
clara para muchos especialistas, pero sí es comúnmente aceptado que hace
referencia a un territorio al otro extremo del Mediterráneo; es decir el
profeta quiere poner el mar más grande conocido por entonces como distancia
entre él y su Dios. Aquello debía sonar entonces como hoy ir a las antípodas. Sin embargo, su intento de fuga se ve
frustrado, y no porque Dios lo siga, sino porque toda la naturaleza obedece a
su creador y propicia sus planes.
Estando ya Jonás embarcado, se desató de
pronto una gran tempestad. Los expertos marineros se deshicieron de buena parte
del lastre de la embarcación, con el fin de evitar que se fuera a pique. En
contraste con el temor de los navegantes, Jonás dormía indolente en el fondo de
la nave. Al percatarse de ello, los tripulantes lo despiertan y le piden que,
como están haciendo todos, también él rece a su Dios para que los ayude y evite
el naufragio. Pero no dieron buen resultado aquellas oraciones. Y es que por
mucho que se rece a Dios, no puede evitarse lo que él decide; las oraciones no
cambian su voluntad. El Señor se ha propuesto que Jonás vaya a Nínive e irá,
aunque tenga que convencerlo de un modo poco ortodoxo.
Al final se dice que los marineros echaron
suertes sobre cuál de los allí presentes podría ser la causa de aquella
tormenta (interpretada como fruto de la ira divina). Las suertes señalaron a
Jonás, quien, interrogado, declaró ser hebreo y servir al «Dios del cielo, que
hizo el mar y la tierra firme» (1,9). Hemos de entender que todos los demás
eran paganos; aún así estos hombres no quieren cometer un delito con él. Jonás
les pide (como solución) que lo arrojen por la borda; pero ellos no aceptan de
buen grado esta solución, y reman con todas sus fuerzas para llegar a tierra
firme, sin conseguirlo. El peligro es ya tal que terminan aceptando la solución
de Jonás, y lo arrojan al mar. La tempestad se calmó, con lo que los marineros
reconocieron el poder del Dios de los hebreos y «le ofrecieron un sacrificio y
le hicieron votos» (1,16).
2. Ahora sí, ya en Nínive
Acogido por las profundidades marinas,
Jonás fue engullido por un gran pez, en cuyo vientre estuvo «durante tres días
con sus noches» (2,1). Desde las oscuras entrañas del animal elevó su súplica
al Señor, pues para él no hay lugar tan escondido que no lo alcance su mirada.
Esta oración está construida como un salmo típico, similar a los muchos que
podemos encontrar en el Salterio: comienza con la exposición del peligro que
ahoga al orante (su situación es angustiosa) y se concluye con una acción de
gracias, que expresa la confianza de que el Señor escuchará y actuará en su
favor. Como así sucedió: «Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra
firme» (2,11).
Sin duda, aunque el personaje es
imaginario, el autor está expresando con su relato la experiencia de que se
puede huir de Dios cuando, comprendida su voluntad, no queremos aceptarla.
Pero, finalmente, si el creyente lo es de verdad, por muy lejos que huya de
Dios, de esquivar su voluntad, acaba por ponerse a su disposición. O bien finalmente
la evita, en cuyo caso ya no estaríamos hablando de un creyente de verdad, sino
de alguien que ha renunciado a vivir lealmente su fe. Pero este ya no sería
Jonás, que es el modelo que nos propone el relato. Es normal y comprensible
para todo creyente no aceptar ni comprender siempre de buena gana los planes de
Dios; pero es igualmente normal buscar, después del primer rechazo, el modo de
vivir en obediencia. Jonás quiso huir lejos de Dios, pero debió sentir, como
experiencia espiritual, aquellas palabras del salmista (a tener muy presentes
en muchos momentos de la vida):
¿Adónde
iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú; si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora, si
emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda, me
agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me
encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti, la noche
es clara como el día,
la
tiniebla es como luz para ti (Sal 139,7-12).
La oración de Jonás en el vientre del pez
terminaba así: «yo te daré gracias […] cumpliré mi promesa. La salvación viene
del Señor» (2,11). Esta confesión de fe da a entender que su fuga no le ha
alejado realmente de Dios, que quiere seguir a su lado, pues solo en él está la
salvación.
Y el Señor, que no ha abandonado al
profeta a su suerte, a pesar de su incomprensión y su rechazo, le da otra
oportunidad, y por segunda vez le dice: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad
de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré» (3,1). Y,
aunque quizá de no muy buena gana (por lo que vemos al final del libro), Jonás
termina yendo a Nínive. La descripción de la ciudad dibuja en la mente del
lector una urbe colosal, tres días hacían falta para recorrerla. Por muy
impreciso que sea este dato, tres días dan mucho de sí; especialmente para
aquella gente habituada a caminar.
Podría pensarse que estas
dimensiones no se refieren solo a la ciudad en sí sino también a las más
inmediatas, que, con la capital, formaban un amplio conjunto urbano. Pero esto
es, más bien, querer salvar la literalidad del texto, cuando lo que tenemos
delante es una parábola que exagera sus figuras simbólicas con intención de
exponer más claramente su enseñanza. En este caso, lo que interesa es mostrar
una ciudad enorme donde viven miles de hombres y animales, de los cuales el
profeta, a pesar del número tan elevado de criaturas, no tendrá ninguna
compasión por ellas. Cuanto más grande sea esta ciudad, mayor resulta el
despropósito de Jonás. En todo caso, un razonamiento contrario no se sostendría
con una aldea pequeña, recordemos sobre ello el diálogo antes aludido de
Abrahán y Dios, sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra; cuya conclusión
vendría a ser que Dios no las habría destruido si al menos hubiera encontrado
allí diez personas justas (Gén 18,32). No es la cantidad lo más importante para
Dios, pero la grandeza de Nínive y el elevado número de habitantes jugará un
papel importante en este libro al final de su enseñanza, cuando la ciudad sea
comparada con la ridiculez del ricino con que Jonás pretende sostener sus
razonamientos ante Dios.
Cuando Jonás llegó a Nínive comenzó a
recorrerla al tiempo que anunciaba su mensaje: «Dentro de cuarenta días, Nínive
será arrasada» (3,4). Más breve no puede ser. Las denuncias y amenazas de otros
profetas llevan siempre unos razonamientos sobre las mismas; se concretan unos
pecados (normalmente la idolatría y las injusticias sociales), se precisan unos
castigos… pero Jonás no dice nada al respecto. Tal vez porque esto sea
innecesario en este libro, donde lo que se está jugando es si Dios tiene
misericordia o no de los perversos; no se valora una perversidad concreta, ni
se la amenaza con un castigo determinado, este es general: la destrucción. Es
decir, ¿barrerá el Señor a los paganos malvados o los perdonará si se
convierten?
Después de lo que hemos visto sobre el
profeta cabe pensar que, a pesar de cumplir su misión, él deseaba sinceramente
que los ninivitas no se convirtieran y toda la ciudad fuera así destruida. ¡Si
está de Dios, bienvenido sea! (Esta expectativa nos la confirma el final del
libro). Pero no fue así; «los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno
y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor» (3,5). Incluso,
cuando la noticia de Jonás llegó al rey y a su corte, reaccionaron del mismo
modo, y el monarca mandó proclamar: «Que hombres y animales se cubran con rudo
sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino
y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se
arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!» (3,7-9).
Estas palabras del rey encajarían bien en
boca de cualquier fiel israelita, pero en la de un pagano resultan extrañas. No
importa. El autor del libro ha pretendido un reconocimiento y una confesión de
fe en el Dios único, con la que ha de identificarse el lector, para de este
modo, si se acepta «teológicamente» este principio, en consecuencia, deberá
aceptarse también lo que sigue después: «Vio Dios su comportamiento, cómo
habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había
determinado enviarles. Así que no la ejecutó» (3,10).
El contenido de estos versos encarnan a la
perfección la predicación de Ezequiel en Babilonia, si bien estaba pensada para
los israelitas: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor
Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?» (18,23); y también: «Por
mi vida —oráculo del Señor Dios— que yo no me complazco en la muerte del malvado,
sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra
perversa conducta. ¿Por qué os obstináis en morir, casa de Israel?» (33,11).
Así, el autor de Jonás hace extensivo este anuncio y proceder del Dios de
Israel con su pueblo también a las demás naciones, incluso a Nínive, es decir,
representados en ella, a todos los opresores más desalmados que puedan
conocerse. El castigo del Dios único es universal, como universal es igualmente
su misericordia y su invitación a la conversión.
3. ¡Pobre ricino!
El protagonismo del gran pez, o ballena, en
este libro es universalmente conocido, incluso, quienes no hayan leído la Biblia se habrá encontrado
alguna vez con esta imagen en obras pictóricas, escultóricas o literarias. Sin
embargo, el humilde ricino, que tiene una enorme fuerza simbólica en el libro,
pasa casi siempre inadvertido. Es verdad que tiene una vida efímera, pero
descansa sobre su corta existencia toda la fuerza de la parábola del libro.
Como avanzábamos anteriormente, la actitud
del profeta ante la conversión de Nínive sorprende:
Jonás se disgustó y se
indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: «¿No lo decía yo,
Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien
sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te
arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que
vivir» (4,1-3).
¡Cómo es posible que este desagradecido
profeta no se alegre del éxito de su misión y, además, se enfade porque Dios
haya sido bondadoso, compasivo, paciente
y misericordioso con una ciudad tan grande, hasta el punto de decir que no
le merece la pena vivir! ¡Qué descaro más grande, ojalá los profetas
preexílicos hubieran tenido el mismo éxito y pudieran haber librado así a
Israel de su desgracia! Sin duda se habrían alegrado enormemente.
El autor del libro ha retratado con estos
cuatro rasgos el mejor rostro de Dios
que se puede trazar; pero no son originales suyos. De hecho, simplemente ha
recordado una de las confesiones de fe más básicas del credo israelita, con que
el propio Dios se hace presente a Moisés en el Sinaí: «El Señor bajó en la nube
y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó
ante él proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la
ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima
generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja
impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la
tercera y cuarta generación”» (Éx 34,5-7).
Pero este enfado de Jonás no es
propiamente suyo, sobre todo si tenemos en cuenta que el personaje es ficticio,
su postura refleja es la de mucha gente (seguramente piadosa) de la época en
que escribe nuestro autor.
Según se dijo al comienzo del capítulo, el
libro de Jonás es una obra posexílica, sin poder precisar con seguridad mucho
más. Es conocido que en esta época se dio entre los israelitas una tendencia
contraria a su integración con otros pueblos, a los que veían como impuros e indignos
de la bendición divina. Probablemente, empujadas por la conciencia de que las
idolatrías de estas naciones contaminaron la fe israelita hasta el punto de
provocar el castigo de Dios, las autoridades hebreas del posexilio se cerraron
en banda ante todo contacto con paganos. Este punto de vista se mantuvo firme
aún en tiempos de Jesús, y todavía hoy permanece en muchos sectores
ultraortodoxos del judaísmo moderno.
La aversión por los pecadores es frecuente
en contextos religiosos (también del cristianismo) que se consideran puros o,
al menos, más dignos que otros de ser amados y perdonados por Dios. Es más,
incluso, de poder reclamar de Dios un
trato de favor en relación con otros correligionarios (no digamos ya de otras
religiones, ateos o agnósticos). Este tipo de religiosidad queda muy bien
reflejada en la parábola del fariseo y el publicano. Por su concisión la
recordamos aquí entera:
Dijo también esta parábola a
algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los
demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro,
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni
tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo
lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido» (Lc 18,9-14).
Jonás se llenó de un orgullo
religioso-nacionalista tal que no fue capaz de alegrarse por la salvación de
quienes su conducta les abocaba a la destrucción. Dios estaba satisfecho con el
resultado de la misión, había conseguido convertir y salvar a millares de vidas
humanas; alegría y éxito que hubiera deseado compartir con su profeta; pero no
pudo ser así: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?» (Jon 4,4).
Pero el profeta estaba tan enfadado que ni
siquiera respondió al Señor. Y nuevamente se alejó de él, «salió de la ciudad y
se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver
qué pasaba con la ciudad» (4,5). Profundamente enrabietado, quizá esperaba que
al ver su indignación Dios cambiara de parecer y, finalmente, destruyera la
ciudad. Tal vez por eso se quedó cerca y ver qué pasaba al final.
Sin embargo Dios hizo otra cosa muy
distinta, similar al primer rechazo del comienzo del libro, es decir, se las
apañó para hacer recapacitar a su profeta. De la nada, como Señor que es de la
creación, hizo surgir una planta de ricino; con la que Jonás pudo aliviar el
sofocante calor que lo asfixiaba. «Jonás se alegró y se animó mucho con el
ricino» (4,6). Y aquí viene la fuerza simbólica de esta humilde planta: «Pero
Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase el ricino,
que se secó» (4,7). Y por si era poco, «cuando salió el sol, hizo Dios que
soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que
desfallecía y se deseaba la muerte: “Más vale morir que vivir”, decía» (4,8).
Es la segunda vez que Jonás se lamenta por su vida, prefiriendo la muerte. Y
llegado a esta situación extrema es cuando el Señor aprovecha para darle su
lección, que es, a su vez, la de todo el libro:
Dios dijo entonces a Jonás:
—¿Por qué tienes ese disgusto tan grande
por lo del ricino?
Él contestó:
—Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto
de muerte.
Dios repuso:
—Tú te compadeces del ricino, que ni
cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció,
¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento
veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos
animales? (4,9-11).
El Creador muestra su rostro más
entrañable, misericordioso y compasivo con todas sus criaturas, también por las
de malvada conducta. Él las ha creado a todas y vela cuidadosamente por ellas.
Incluso ve en la maldad de los ninivitas una disculpa: «no distinguen la
derecha de la izquierda». Es decir, su ignorancia del bien y del mal es tan
grande que ello les lleva a no saber elegir y equivocarse. La grandeza de Dios
se revela en su capacidad pedagógica, en sus acciones correctoras, no en su
potencial destructor. Y así ha de ser la forma de actuar de sus creyentes, la
de sus profetas, la de Jonás. Recordamos en este momento las palabras de Jesús
en su agonía en la cruz. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (Lc 33,34); y también en este mismo evangelio su recriminación a quienes
optaban por actitudes violentas frente a los que lo rechazaban: «Envió
mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de
samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron […] Al ver esto,
Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que
baje fuego del cielo que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se
encaminaron hacia otra aldea» (Lc 9,52-56).
El libro
de Jonás termina con una pregunta de Dios que el autor deja sin respuesta.
Probablemente porque la quiere abierta, a la espera de que cada lector ofrezca
la suya propia. La parábola que envuelve toda la obra es en sí un gran espejo
donde, en el rostro de Jonás, cada lector puede verse reflejado; y en el del
Señor, su propia concepción de Dios. Hoy diríamos que es un libro
«interactivo», en el que el lector no es un espectador, sino un actor que,
metido también en la trama, debe posicionarse bien con el profeta bien con
Dios, y llevar a su propia vida la respuesta que se le está pidiendo.
Acabamos
las reflexiones de este capítulo con un texto bíblico ya muy moderno y en plena
armonía con lo que estamos diciendo:
Tú
siempre puedes desplegar tu gran poder.
¿Quién puede resistir la fuerza de tu
brazo?
Porque el mundo entero es ante ti como un
gramo en la balanza,
como gota de rocío mañanero sobre la
tierra.
Pero te compadeces de todos, porque todo
lo puedes
y pasas por alto los pecados de los
hombres para que se arrepientan.
Amas a todos los seres
y no aborreces nada de lo que hiciste;
pues, si odiaras algo, no lo habrías
creado.
¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo
quisieras?,
o ¿cómo se conservaría, si tú no lo
hubieras llamado?
Pero tú eres indulgente con todas las
cosas,
porque son tuyas, Señor, amigo de la vida.
Pues tu soplo incorruptible está en todas
ellas.
Por eso corriges poco a poco a los que
caen,
los reprendes y les recuerdas su pecado,
para que, apartándose del mal, crean en
ti, Señor (Sab 11,21-12,2).
[Si te gustó esta reflexión puedes ver sobre el libro de Rut: aquí]
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