El Espíritu Santo en los evangelios
Juan Antonio
Mayoral
Fuera
de algunas referencias dispersas en los demás libros del Nuevo Testamento (como
p.ej. Hch 10,38; 11,16; Rom 1,4), los evangelios son los escritos que mejor
recogen la primera experiencia y comprensión cristianas de la relación entre el
Espíritu de Dios, su enviado Jesucristo y las personas que lo contemplan,
amigos y enemigos. Los cuatro relatos que la tradición nos ha dejado como
canónicos son claros y unánimes en su testimonio: la persona de Jesús y su obra
estaban asistidas, guiadas, impregnadas de la fuerza del Espíritu divino. Pero
los evangelios nos son reportajes objetivos y distantes de la vida de Jesús,
sino profundas y cuidadas presentaciones de su ser y de su misión; por eso son
tan similares y a la vez tan distintos entre sí.
Esta circunstancia nos exige una doble
mirada. Por una parte la que se ha de dirigir a cada uno de los evangelios,
contemplándolos desde sus peculiaridades, y por otra la que ha de centrarse en
la persona y en la obra de Jesús, leyendo los diferentes relatos evangélicos
desde sus similitudes.
De
la primera de estas miradas procede la observación de que la frecuencia de
alusiones al Espíritu Santo en los textos evangélicos no es equiparable entre
unos y otros. Así por ejemplo, el relato de Marcos es el que menos lo menciona,
tan solo en cinco ocasiones (si bien es verdad que es el más breve), mientras
que los de Lucas y Juan son los que lo hacen un mayor número de veces,
diecisiete en total, cada uno.
También podemos notar que las referencias
evangélicas al Espíritu se dividen en una triple dirección, en función de su
relación: a) con Jesús, b) con sus discípulos y otras personas
cercanas y c) con sus adversarios.
Las proporciones se equilibran aquí algo más entre los evangelios de Marcos y
Mateo, pero observamos igualmente una mayor preocupación por la segunda
dirección en los relatos de Lucas y Juan, especialmente en este último.
)A qué nos lleva esta primera observación? Básicamente a detectar
el mayor o menor interés de cada evangelista por resaltar la acción del
Espíritu divino en Jesús y en sus seguidores.
Jesús
y el Espíritu Santo
El reconocimiento del mesianismo auténtico
y definitivo de Jesús por sus discípulos sucedió tras su muerte y resurrección,
y la interpretación de este mesianismo no pudo hacerse sino al amparo del
reconocimiento de que en aquel ajusticiado se había manifestado la fuerza
divina del Espíritu de Dios. Su muerte no fue fortuita y casual, sino que había
sobrevenido como consecuencia de una vida entregada al servicio de una misión:
el anuncio y la inauguración del reino de Dios. Pero ambos no eran posibles sin
el aliento de esa fuerza misteriosa con la que Dios había impregnado al hombre
y a la creación entera, y a la que en el Antiguo Testamento se aludía con la
denominación de «Espíritu de Dios».
En el Nuevo Testamento, este Espíritu,
aunque permanece siempre velado en el misterio, adquiere un «rostro» más
preciso, el que procede de su estrecha relación con Jesús, el enviado del
Padre. Del Espíritu se sabe qué quiere viendo hablar y obrar a Jesús; se sabe a
dónde va viendo hacia dónde se dirige Jesús... De Jesús sabemos por el
Espíritu, del Espíritu sabemos por Jesús.
Para conocer un poco mejor este primer
binomio relacional vamos a acercarnos a los testimonios que nos han dejado los
relatos evangélicos; pero, dado que cada uno tiene sus peculiaridades, lo
haremos independientemente, para percibir sus diferencias y similitudes.
1. Marcos
Comenzamos en primer lugar por el relato
que parece ser el más antiguo. Su autor vincula a Jesús con el Espíritu Santo
solamente en tres ocasiones, y siempre en pasajes muy cercanos entre sí, en el
tiempo y en la temática. Son la predicación de Juan Bautista (1,8), el bautismo
de Jesús en el Jordán (1,10) y su partida hacia el desierto (1,12).
El evangelista está convencido de que el
bautismo que practicó Juan es radicalmente distinto al que después practicaría
la Iglesia primitiva. El primero era una invitación a la conversión, un signo
de que el hombre quería ponerse en marcha hacia Dios. El segundo procedía de la
misión salvífica de Jesús, era un signo de que Dios se había puesto en marcha
hacia el hombre y de que lo había alcanzado, lo había regenerado con la fuerza
de su Espíritu haciéndolo una criatura nueva. La oferta salvífica que se
manifestaba en el bautismo de la Iglesia procedía del mismo Jesucristo, de cuya
misión se sentía continuadora. Por eso el evangelista pone en boca del Bautista
estas palabras: «Yo os he bautizado con agua, pero él [Jesús - la Iglesia] os
bautizará con Espíritu Santo» (1,8).
Y quién puede bautizar con Espíritu Santo
sino aquel, y aquellos, que lo han recibido primeramente de Dios. Por esta
razón, la primera escena evangélica en la que aparece Jesús se da en
coincidencia con el Espíritu divino. Dios declara la legitimidad de su enviado,
a quien ama y en quien se complace, manifestando sobre él la fuerza de su
Espíritu. Esto explica el hecho insólito que se produce cuando Jesús entra en
el Jordán para ser bautizado por Juan y ve cómo el cielo se abre y el Espíritu
Santo desciende sobre él «como una paloma» (1,10).
Y a la primera escena en la que Jesús
aparece se corresponde su primer movimiento, igualmente en coincidencia con el
Espíritu: «Después, el Espíritu impulsó a Jesús a ir al desierto» (1,12). Allí
será tentado por Satanás, y vencerá la tentación. La unión entre Jesús y el
Espíritu es tan fuerte que nada ni nadie podrá apartarlo de la misión que su
Padre le ha encomendado, ni siquiera el poder del tentador.
2. Mateo
El evangelio de Mateo abunda algo más en
la relación entre Jesús y el Espíritu, hasta siete veces la menciona. En primer
lugar hay que constatar que recoge las citas de Marcos sobre la predicación de
Juan Bautista (3,11), el bautismo de Jesús en el Jordán (3,16) y su marcha
hacia el desierto (4,1); pero añade, además, otros casos de gran trascendencia:
— Está presente en los orígenes de Jesús,
pues él lo generó en el seno de María, su madre (1,18.20). Marcos incidía en la
presencia del Espíritu en el comienzo de la misión de Jesús, Mateo va más allá
y lo descubre ya en los orígenes de su propia existencia humana.
— En su actuación en la obra de Jesús se
cumple la profecía del libro de Isaías (42,1ss), cuando Dios anunció por el
profeta que en su Siervo (en este caso Jesucristo), a quien había elegido y
amaba, pondría su Espíritu para proclamar su justicia a todos los pueblos
(12,18). El recurso a esta cita nos pone en una doble pista, por una parte en
la coincidencia entre la misión de Jesús y la del Espíritu: traer la salvación
a las naciones; y por otra en la manera de llevarla a cabo, que no será de modo
violento o portentoso, pues el enviado que el profeta anuncia, y sobre el cual
reside el Espíritu de Dios: «No gritará, no alzará la voz, no voceará por las
calles; no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue».
— Y por último, a propósito de un
exorcismo: Jesús expulsa los demonios con la fuerza del Espíritu divino, lo que
significa que ha llegado el reino de Dios. El enemigo que torció la obra del
Creador desde su origen es ahora sometido y expulsado de sus dominios «por el
Espíritu de Dios» que obra en Jesús (12,28).
3. Lucas
El relato lucano es llamado, entre otras
denominaciones, el evangelio del Espíritu, y no faltan razones para ello, pues,
de los sinópticos, es sin duda el que más atención ha prestado a esta persona
divina. En total son diecisiete las referencias que hace de él, y de las que
casi la mitad (ocho) están en relación directa con Jesús.
Se vincula al Espíritu divino con Jesús ya
desde los orígenes de este, pues, al igual que indicó Mateo, fue este Espíritu
el que engendró a Jesús en el seno de María, por eso se le llamará «Hijo de
Dios» (1,35). Asimismo, como en los casos de Mc y Mt, Juan Bautista anuncia que
detrás de él viene el que bautizará con Espíritu Santo y fuego (3,16); y el
mismo Bautista ve cómo este Espíritu desciende «en forma corporal, como paloma»
—precisa el evangelista— sobre Jesús (3,22). Abundando en la importancia de
este momento, Lucas resalta también que Jesús salió del Jordán lleno del
Espíritu Santo (4,1a) y que este mismo Espíritu lo llevó después al desierto
(4,1b), donde fue tentado por el diablo, y que tras este tiempo de prueba
regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu Santo» (4,14).
Parece como si el evangelista quisiera
dejar muy claro que todos los movimientos de Jesús están guiados por el
Espíritu divino. Guiados y orientados además a una misión, relacionada con la
que en el libro de Isaías se anunciaba del Siervo de Yahvé, y para cuya
indicación se ha servido de una cita distinta a la de Mateo: llevar la buena
noticia de la salvación a los pobres, pregonar la libertad a los presos, dar la
vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia
(61,1s).
Esta
es la interpretación que Lucas hace de la misión de Jesús con relación a la
fuerza interior que le impulsaba, la del Espíritu Santo. Pero no todos lo
juzgaron así, y por eso el mismo Jesús, según nos dice el evangelista, viendo
que, en medio de la incomprensión de los sabios, le habían entendido los
sencillos se alegró de ello en el Espíritu Santo (10,21).
Y con esta última se acaban las menciones
a la relación entre Jesús y el Espíritu Santo, el resto, se establece con otros
personajes.
4, Juan
La atención del cuarto evangelio por el
Espíritu divino se orienta más hacia los discípulos hacia Jesús. El evangelista
hace diecisiete menciones en total de las que solo cuatro están directamente
referidas a Jesús, y todas ellas agrupadas, además, en tan solo dos momentos de
su vida: 1,32.33 (dos veces en este versículo) y 3,34. Una misma escena
relaciona entre sí las tres primeras, la confesión de Juan Bautista sobre
Jesús:
«Juan prosiguió: —He visto que el Espíritu
bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él [Jesús]. Ni yo mismo
sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre
quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de
bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto que lo he visto, testifico que este es
el Hijo de Dios».
El texto de 3,34 pertenece a un pasaje en
el que el evangelista presenta a Jesús como aquel que viene del cielo en nombre
de Dios, que habla sus palabras, y al que no todos quieren escuchar, pero que
es, realmente, a quien Dios «ha comunicado plenamente el Espíritu». (Este
parece ser, al menos, el sentido del versículo.) A su testimonio ha de darse
toda credibilidad, pues procede de Dios mismo.
Los
discípulos y el Espíritu Santo
El interés por la relación entre Jesús y
el Espíritu Santo no se agota en sí misma, trasciende más allá y se dirige
también hacia los discípulos, y desde los discípulos a todos los seguidores
que, en el tiempo, constituirán la Iglesia.
Y la preocupación por este tema es, al
igual que en el caso anterior, muy diferente en cada evangelista, destacando
Marcos y Mateo por sus pocas referencias y Lucas y Juan por su mayor número.
1. Marcos
En este evangelio solo se menciona una vez
la vinculación entre el Espíritu y los discípulos de Jesús, y se produce,
además, en el contexto de una alusión del Señor a las persecuciones que sobre
ellos se desatarán en los últimos tiempos. Para darles ánimo, les dice que en
aquellos momentos no serán ellos quienes hablen, sino el Espíritu de Dios:
«Pero, cuando os conduzcan para entregaros
a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir, pues en aquel
momento os dará Dios las palabras oportunas. No seréis vosotros quienes
habléis, sino el Espíritu Santo» (13,11).
Los discípulos serán perseguidos como
antes lo fue Jesús, sencillamente porque ellos son los continuadores de su
misión: «Todos os odiarán por causa mía» (13,13a). Y como Jesús se mantuvo fiel
hasta el final de su vida, de igual manera habrán de comportarse los
discípulos: «pero el que se mantenga firme hasta el fin, se salvará» (13,13b).
El Espíritu sostuvo firmemente a Jesús en las tentaciones del desierto,
anticipo y síntesis de las que después tuvo a lo largo de su ministerio y al
final de su vida, próxima ya su muerte en cruz; y el Espíritu sostendrá y
defenderá a los discípulos ante las tentaciones de abandono cuando sobrevenga
la persecución, poniendo en su boca «palabras oportunas» que no procederán de
ellos sino de Dios mismo.
2. Mateo
Mateo es parco también en este tipo de
referencias, como decíamos, recogiendo la cita que comentábamos de Marcos sobre
las persecuciones (10,20) y añadiendo otra que sitúa al final del evangelio:
tras la resurrección, Jesús encarga a sus seguidores (a la Iglesia) que hagan
discípulos de entre todas las naciones, y los bauticen en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo (28,19). Se trata, pues, de una mención
formularia que responde a la identidad misma del bautismo que la Iglesia estaba
celebrando.
3. Lucas
Este evangelista coincide con Mateo en el
uso de la cita de Marcos referida a los momentos de persecución (12,12) y
añade, además, siete referencias originales que están al servicio de una idea
nuclear: solo se puede reconocer la acción divina en Jesús si se está asistido
por el Espíritu Santo, para lo cual hay que preparar el corazón, ser sencillo y
estar abierto a la obra que Dios se dispone a hacer. Los personajes de los que
se sirve el evangelista para este fin son Juan Bautista, Isabel, Zacarías y
Simeón, cuyas actitudes han de servir de referencia para todos los creyentes.
De Juan se dice que ya desde el seno
materno estaba lleno del Espíritu Santo (1,15); de Isabel, su madre, que se
llenó del Espíritu cuando fue visitada por María ya en cinta (1,41); de Zacarías,
que lleno del Espíritu Santo profetizó (1,67), la profecía consistió en el
himno conocido como Benedictus; de
Simeón se dicen tres cosas relacionadas con el Espíritu: que estaba sobre él
(2,25), que le había revelado que no moriría antes de ver al Cristo (2,26) y
que lo llevó al templo para que se encontrara con Jesús aún niño (2,27). Todas
estas citas se corresponden con la idea que antes señalábamos de 10,21: Jesús
se alegra en el Espíritu Santo de que su mensaje haya sido acogido por los «pequeños».
Una última referencia que aún quedaría es
una clara invitación a pedir, confiadamente, a Dios, pues el Padre celestial
dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (11,13).
4. Juan
Respecto a las citas que relacionan al
Espíritu con los discípulos, el cuarto evangelio es el más preocupado por ello,
enlazándolas además con diversos aspectos del seguimiento de Cristo.
En primer lugar se vincula al Espíritu con
la entrada en el «reino de Dios» (expresión esta última muy escasa en Juan,
pues solo se da dos veces). Según 3,5, y a propósito del diálogo de Jesús con
Nicodemo, «nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del
Espíritu». Lo que supone tener que «nacer de nuevo» (3,3), pero no a una
existencia carnal sino espiritual, pues «lo que nace del hombre es humano; lo
que nace del Espíritu es espiritual» (3,6). Los nacidos según el Espíritu
siguen sus impulsos, por lo que, como los del viento, no se sabe ni de dónde
vienen ni a dónde van (3,8).
En relación con estas ideas, y en
oposición a la carne, se dice del Espíritu en 6,63 que es el que da vida, y que
las palabras de Jesús son, para el creyente, espíritu y vida.
Por eso, el mismo Espíritu que inspira las
palabras de Jesús y lo acompaña en su misión, será quien aliente también, más
tarde, la vida y la acción de sus seguidores. De ellos habrá de brotar su
fuerza como el agua en un manantial (7,39a). Pero aún tienen que esperar, pues
todo eso sucederá cuando Jesús sea glorificado, entonces recibirán el Espíritu
(7,39b).
Este Espíritu lo percibirán los
discípulos, pero quedará oculto a los ojos del mundo, pues, al no estar en él
no podrá reconocerlo. En cambio habitará en el interior de los creyentes, y por
eso podrán reconocerlo, y se revelará para ellos como «Espíritu de verdad»
(14,17).
El cuarto evangelio concede gran
importancia a la enseñanza de Jesús, expuesta a través de múltiples y largos
discursos. Enseñanza que no puede ser comprendida si no es con la luz que Dios
pone en el corazón de los creyentes. Por eso, cuando Jesús falte, el Padre
enviará el Espíritu para que ilumine la vida de los discípulos y abra su mente,
de modo que puedan comprender totalmente y recordar las palabras que Jesús
había dicho (14,26). En vida del Maestro los discípulos no tienen sino una
comprensión parcial de su enseñanza. Cuando este falte y el Padre envíe el
Espíritu, entonces podrán comprender de verdad.
Y de la comprensión completa y correcta
nacerá su condición de testigos veraces. El Espíritu de verdad que Jesús enviará
desde el Padre dará verdadero testimonio de él (15,26), y los discípulos darán
testimonio también, porque han estado con él desde el principio (15,27).
Es muy notoria la preocupación del
evangelista por la verdad de Jesús frente al error del mundo (véase 18,37), que
le lleva finalmente a insistir, una vez más, en la relación entre esta y el
Espíritu: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis
entender la verdad completa» (16,13a). Y eso que el Espíritu comunicará a los
discípulos no será algo propio, pues no lo dirá por propia cuenta (16,13b),
sino que lo recibirá del mismo Jesús (16,14).
Estas son las últimas palabras que el
evangelista pone en boca de Jesús antes del momento cumbre. Antes se dijo que
los discípulos no habían recibido el Espíritu aún porque Jesús no había sido
glorificado. El momento de la glorificación es la resurrección, por eso, cuando
Jesús resucita se hace necesaria una referencia directa a la donación del
Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo»
(20,22). Y a continuación se vincula el don del Espíritu, de aquel que iba a
conducir a los discípulos hacia la verdad, con el perdón de los pecados: «A
quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los
perdonéis, les quedarán sin perdonar» (20,23).
La denominación que el evangelista hace
del Espíritu es, como en otros evangelistas, variada. En general abunda la
forma simple «Espíritu» («Espíritu Santo» se usa tan solo dos veces). Pero,
como es fácilmente comprensible desde lo que hemos dicho, el cuarto evangelio
aporta además una nueva variante: «el Espíritu de la verdad». Por tres veces
aparecerá esta expresión (14,17; 15,26 y 16,13). Y relacionado con ella una
nueva denominación también original: el Paráclito. Si seguimos el rastro de
este apelativo lo encontramos en cuatro versículos. Dos de ellos son ya
conocidos (14,26 y 15,26); por lo que a las referencias tratadas habría que
añadir aún otras dos más.
La primera 14,16, en donde se dice que
Jesús rogará al Padre para que envíe a los discípulos «otro Paráclito» de modo
que éste esté siempre con ellos, pues Jesús no siempre estará. Y poco después,
en 16,7, cuando Jesús comunica ya la proximidad de su retorno al que le envió,
y ante la tristeza de los suyos, les dice que les conviene que él se marche,
pues de lo contrario no vendría a ellos «el Paráclito».
Esta es la trayectoria que las referencias
al Espíritu Santo siguen en el cuarto evangelio: Jesús manifiesta, por su
medio, la verdad que está en la mente de Dios, y que permanece oculta a los
ojos del mundo. Esta verdad es escuchada y acogida por algunos seguidores, que
se habrán de convertir después, gracias al don del Espíritu tras la
resurrección, en testigos auténticos de esa verdad revelada por Jesús, el
enviado, y cuya comprensión será progresiva, conforme a la asistencia de ese
mismo Espíritu, del Paráclito.
La
blasfemia contra el Espíritu Santo
Podemos terminar esta breve presentación
del Espíritu a través de los textos evangélicos con una última referencia que
se da solo en los sinópticos y que tiene su origen en un texto de Marcos.
Se trata de un reproche, en Marcos y Mateo
(3,29 y 12,31s, respectivamente), que los adversarios de Jesús le dirigen bajo
la acusación de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, el príncipe de
todos ellos, y que Lucas ha desplazado a otro contexto (12,10). El pasaje,
según la versión de Marcos, dice así:
«Os aseguro que todo les será perdonado a
los hombres: sus pecados y blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable»
(3,28s).
La clave para entender en qué consiste
este pecado, esta blasfemia contra el Espíritu, nos la da el versículo
siguiente:
«Esto lo dijo Jesús porque ellos afirmaban
que estaba poseído por un espíritu impuro» (3,30). Es decir, la blasfemia de
sus adversarios consistía en sostener que todo cuanto Jesús decía y hacía
procedía de un espíritu maligno, en concreto de Beelzebul, príncipe de los
demonios. En síntesis, lo que se está jugando en este verso es el
reconocimiento o no de la procedencia divina, por medio del Espíritu de Dios,
de todas las acciones de Jesús. Las obras milagrosas que hacía eran signos de
la llegada del reino de Dios a los creyentes, en cambio sus adversarios las
rechazaban relacionándolas no con Dios sino con los poderes malignos.
Esta acusación, como ya vimos en una
ocasión, tuvo mucho peso entre los círculos judíos. Buen testimonio de ello es
una referencia a Jesús en el Talmud de Babilonia, del siglo IV, donde se dice
de él que «practicó la hechicería y sedujo a Israel».
En el caso de Lucas, esta frase ha sido
sacada de su contexto y aparece junto con otras en una serie de invitaciones de
Jesús a permanecer fiel en momentos de dificultades (12,8-12). Está en el mismo
pasaje en donde se exhorta a los discípulos a tener confianza, pues el Espíritu
les enseñará lo que habrán de decir en esos momentos.
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