jueves, 21 de diciembre de 2017
domingo, 20 de abril de 2014
El Espíritu Santo en los evangelios
El Espíritu Santo en los evangelios
Juan Antonio
Mayoral
Fuera
de algunas referencias dispersas en los demás libros del Nuevo Testamento (como
p.ej. Hch 10,38; 11,16; Rom 1,4), los evangelios son los escritos que mejor
recogen la primera experiencia y comprensión cristianas de la relación entre el
Espíritu de Dios, su enviado Jesucristo y las personas que lo contemplan,
amigos y enemigos. Los cuatro relatos que la tradición nos ha dejado como
canónicos son claros y unánimes en su testimonio: la persona de Jesús y su obra
estaban asistidas, guiadas, impregnadas de la fuerza del Espíritu divino. Pero
los evangelios nos son reportajes objetivos y distantes de la vida de Jesús,
sino profundas y cuidadas presentaciones de su ser y de su misión; por eso son
tan similares y a la vez tan distintos entre sí.
Esta circunstancia nos exige una doble
mirada. Por una parte la que se ha de dirigir a cada uno de los evangelios,
contemplándolos desde sus peculiaridades, y por otra la que ha de centrarse en
la persona y en la obra de Jesús, leyendo los diferentes relatos evangélicos
desde sus similitudes.
De
la primera de estas miradas procede la observación de que la frecuencia de
alusiones al Espíritu Santo en los textos evangélicos no es equiparable entre
unos y otros. Así por ejemplo, el relato de Marcos es el que menos lo menciona,
tan solo en cinco ocasiones (si bien es verdad que es el más breve), mientras
que los de Lucas y Juan son los que lo hacen un mayor número de veces,
diecisiete en total, cada uno.
También podemos notar que las referencias
evangélicas al Espíritu se dividen en una triple dirección, en función de su
relación: a) con Jesús, b) con sus discípulos y otras personas
cercanas y c) con sus adversarios.
Las proporciones se equilibran aquí algo más entre los evangelios de Marcos y
Mateo, pero observamos igualmente una mayor preocupación por la segunda
dirección en los relatos de Lucas y Juan, especialmente en este último.
)A qué nos lleva esta primera observación? Básicamente a detectar
el mayor o menor interés de cada evangelista por resaltar la acción del
Espíritu divino en Jesús y en sus seguidores.
Jesús
y el Espíritu Santo
El reconocimiento del mesianismo auténtico
y definitivo de Jesús por sus discípulos sucedió tras su muerte y resurrección,
y la interpretación de este mesianismo no pudo hacerse sino al amparo del
reconocimiento de que en aquel ajusticiado se había manifestado la fuerza
divina del Espíritu de Dios. Su muerte no fue fortuita y casual, sino que había
sobrevenido como consecuencia de una vida entregada al servicio de una misión:
el anuncio y la inauguración del reino de Dios. Pero ambos no eran posibles sin
el aliento de esa fuerza misteriosa con la que Dios había impregnado al hombre
y a la creación entera, y a la que en el Antiguo Testamento se aludía con la
denominación de «Espíritu de Dios».
En el Nuevo Testamento, este Espíritu,
aunque permanece siempre velado en el misterio, adquiere un «rostro» más
preciso, el que procede de su estrecha relación con Jesús, el enviado del
Padre. Del Espíritu se sabe qué quiere viendo hablar y obrar a Jesús; se sabe a
dónde va viendo hacia dónde se dirige Jesús... De Jesús sabemos por el
Espíritu, del Espíritu sabemos por Jesús.
Para conocer un poco mejor este primer
binomio relacional vamos a acercarnos a los testimonios que nos han dejado los
relatos evangélicos; pero, dado que cada uno tiene sus peculiaridades, lo
haremos independientemente, para percibir sus diferencias y similitudes.
1. Marcos
Comenzamos en primer lugar por el relato
que parece ser el más antiguo. Su autor vincula a Jesús con el Espíritu Santo
solamente en tres ocasiones, y siempre en pasajes muy cercanos entre sí, en el
tiempo y en la temática. Son la predicación de Juan Bautista (1,8), el bautismo
de Jesús en el Jordán (1,10) y su partida hacia el desierto (1,12).
El evangelista está convencido de que el
bautismo que practicó Juan es radicalmente distinto al que después practicaría
la Iglesia primitiva. El primero era una invitación a la conversión, un signo
de que el hombre quería ponerse en marcha hacia Dios. El segundo procedía de la
misión salvífica de Jesús, era un signo de que Dios se había puesto en marcha
hacia el hombre y de que lo había alcanzado, lo había regenerado con la fuerza
de su Espíritu haciéndolo una criatura nueva. La oferta salvífica que se
manifestaba en el bautismo de la Iglesia procedía del mismo Jesucristo, de cuya
misión se sentía continuadora. Por eso el evangelista pone en boca del Bautista
estas palabras: «Yo os he bautizado con agua, pero él [Jesús - la Iglesia] os
bautizará con Espíritu Santo» (1,8).
Y quién puede bautizar con Espíritu Santo
sino aquel, y aquellos, que lo han recibido primeramente de Dios. Por esta
razón, la primera escena evangélica en la que aparece Jesús se da en
coincidencia con el Espíritu divino. Dios declara la legitimidad de su enviado,
a quien ama y en quien se complace, manifestando sobre él la fuerza de su
Espíritu. Esto explica el hecho insólito que se produce cuando Jesús entra en
el Jordán para ser bautizado por Juan y ve cómo el cielo se abre y el Espíritu
Santo desciende sobre él «como una paloma» (1,10).
Y a la primera escena en la que Jesús
aparece se corresponde su primer movimiento, igualmente en coincidencia con el
Espíritu: «Después, el Espíritu impulsó a Jesús a ir al desierto» (1,12). Allí
será tentado por Satanás, y vencerá la tentación. La unión entre Jesús y el
Espíritu es tan fuerte que nada ni nadie podrá apartarlo de la misión que su
Padre le ha encomendado, ni siquiera el poder del tentador.
2. Mateo
El evangelio de Mateo abunda algo más en
la relación entre Jesús y el Espíritu, hasta siete veces la menciona. En primer
lugar hay que constatar que recoge las citas de Marcos sobre la predicación de
Juan Bautista (3,11), el bautismo de Jesús en el Jordán (3,16) y su marcha
hacia el desierto (4,1); pero añade, además, otros casos de gran trascendencia:
— Está presente en los orígenes de Jesús,
pues él lo generó en el seno de María, su madre (1,18.20). Marcos incidía en la
presencia del Espíritu en el comienzo de la misión de Jesús, Mateo va más allá
y lo descubre ya en los orígenes de su propia existencia humana.
— En su actuación en la obra de Jesús se
cumple la profecía del libro de Isaías (42,1ss), cuando Dios anunció por el
profeta que en su Siervo (en este caso Jesucristo), a quien había elegido y
amaba, pondría su Espíritu para proclamar su justicia a todos los pueblos
(12,18). El recurso a esta cita nos pone en una doble pista, por una parte en
la coincidencia entre la misión de Jesús y la del Espíritu: traer la salvación
a las naciones; y por otra en la manera de llevarla a cabo, que no será de modo
violento o portentoso, pues el enviado que el profeta anuncia, y sobre el cual
reside el Espíritu de Dios: «No gritará, no alzará la voz, no voceará por las
calles; no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue».
— Y por último, a propósito de un
exorcismo: Jesús expulsa los demonios con la fuerza del Espíritu divino, lo que
significa que ha llegado el reino de Dios. El enemigo que torció la obra del
Creador desde su origen es ahora sometido y expulsado de sus dominios «por el
Espíritu de Dios» que obra en Jesús (12,28).
3. Lucas
El relato lucano es llamado, entre otras
denominaciones, el evangelio del Espíritu, y no faltan razones para ello, pues,
de los sinópticos, es sin duda el que más atención ha prestado a esta persona
divina. En total son diecisiete las referencias que hace de él, y de las que
casi la mitad (ocho) están en relación directa con Jesús.
Se vincula al Espíritu divino con Jesús ya
desde los orígenes de este, pues, al igual que indicó Mateo, fue este Espíritu
el que engendró a Jesús en el seno de María, por eso se le llamará «Hijo de
Dios» (1,35). Asimismo, como en los casos de Mc y Mt, Juan Bautista anuncia que
detrás de él viene el que bautizará con Espíritu Santo y fuego (3,16); y el
mismo Bautista ve cómo este Espíritu desciende «en forma corporal, como paloma»
—precisa el evangelista— sobre Jesús (3,22). Abundando en la importancia de
este momento, Lucas resalta también que Jesús salió del Jordán lleno del
Espíritu Santo (4,1a) y que este mismo Espíritu lo llevó después al desierto
(4,1b), donde fue tentado por el diablo, y que tras este tiempo de prueba
regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu Santo» (4,14).
Parece como si el evangelista quisiera
dejar muy claro que todos los movimientos de Jesús están guiados por el
Espíritu divino. Guiados y orientados además a una misión, relacionada con la
que en el libro de Isaías se anunciaba del Siervo de Yahvé, y para cuya
indicación se ha servido de una cita distinta a la de Mateo: llevar la buena
noticia de la salvación a los pobres, pregonar la libertad a los presos, dar la
vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia
(61,1s).
Esta
es la interpretación que Lucas hace de la misión de Jesús con relación a la
fuerza interior que le impulsaba, la del Espíritu Santo. Pero no todos lo
juzgaron así, y por eso el mismo Jesús, según nos dice el evangelista, viendo
que, en medio de la incomprensión de los sabios, le habían entendido los
sencillos se alegró de ello en el Espíritu Santo (10,21).
Y con esta última se acaban las menciones
a la relación entre Jesús y el Espíritu Santo, el resto, se establece con otros
personajes.
4, Juan
La atención del cuarto evangelio por el
Espíritu divino se orienta más hacia los discípulos hacia Jesús. El evangelista
hace diecisiete menciones en total de las que solo cuatro están directamente
referidas a Jesús, y todas ellas agrupadas, además, en tan solo dos momentos de
su vida: 1,32.33 (dos veces en este versículo) y 3,34. Una misma escena
relaciona entre sí las tres primeras, la confesión de Juan Bautista sobre
Jesús:
«Juan prosiguió: —He visto que el Espíritu
bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él [Jesús]. Ni yo mismo
sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre
quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de
bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto que lo he visto, testifico que este es
el Hijo de Dios».
El texto de 3,34 pertenece a un pasaje en
el que el evangelista presenta a Jesús como aquel que viene del cielo en nombre
de Dios, que habla sus palabras, y al que no todos quieren escuchar, pero que
es, realmente, a quien Dios «ha comunicado plenamente el Espíritu». (Este
parece ser, al menos, el sentido del versículo.) A su testimonio ha de darse
toda credibilidad, pues procede de Dios mismo.
Los
discípulos y el Espíritu Santo
El interés por la relación entre Jesús y
el Espíritu Santo no se agota en sí misma, trasciende más allá y se dirige
también hacia los discípulos, y desde los discípulos a todos los seguidores
que, en el tiempo, constituirán la Iglesia.
Y la preocupación por este tema es, al
igual que en el caso anterior, muy diferente en cada evangelista, destacando
Marcos y Mateo por sus pocas referencias y Lucas y Juan por su mayor número.
1. Marcos
En este evangelio solo se menciona una vez
la vinculación entre el Espíritu y los discípulos de Jesús, y se produce,
además, en el contexto de una alusión del Señor a las persecuciones que sobre
ellos se desatarán en los últimos tiempos. Para darles ánimo, les dice que en
aquellos momentos no serán ellos quienes hablen, sino el Espíritu de Dios:
«Pero, cuando os conduzcan para entregaros
a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir, pues en aquel
momento os dará Dios las palabras oportunas. No seréis vosotros quienes
habléis, sino el Espíritu Santo» (13,11).
Los discípulos serán perseguidos como
antes lo fue Jesús, sencillamente porque ellos son los continuadores de su
misión: «Todos os odiarán por causa mía» (13,13a). Y como Jesús se mantuvo fiel
hasta el final de su vida, de igual manera habrán de comportarse los
discípulos: «pero el que se mantenga firme hasta el fin, se salvará» (13,13b).
El Espíritu sostuvo firmemente a Jesús en las tentaciones del desierto,
anticipo y síntesis de las que después tuvo a lo largo de su ministerio y al
final de su vida, próxima ya su muerte en cruz; y el Espíritu sostendrá y
defenderá a los discípulos ante las tentaciones de abandono cuando sobrevenga
la persecución, poniendo en su boca «palabras oportunas» que no procederán de
ellos sino de Dios mismo.
2. Mateo
Mateo es parco también en este tipo de
referencias, como decíamos, recogiendo la cita que comentábamos de Marcos sobre
las persecuciones (10,20) y añadiendo otra que sitúa al final del evangelio:
tras la resurrección, Jesús encarga a sus seguidores (a la Iglesia) que hagan
discípulos de entre todas las naciones, y los bauticen en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo (28,19). Se trata, pues, de una mención
formularia que responde a la identidad misma del bautismo que la Iglesia estaba
celebrando.
3. Lucas
Este evangelista coincide con Mateo en el
uso de la cita de Marcos referida a los momentos de persecución (12,12) y
añade, además, siete referencias originales que están al servicio de una idea
nuclear: solo se puede reconocer la acción divina en Jesús si se está asistido
por el Espíritu Santo, para lo cual hay que preparar el corazón, ser sencillo y
estar abierto a la obra que Dios se dispone a hacer. Los personajes de los que
se sirve el evangelista para este fin son Juan Bautista, Isabel, Zacarías y
Simeón, cuyas actitudes han de servir de referencia para todos los creyentes.
De Juan se dice que ya desde el seno
materno estaba lleno del Espíritu Santo (1,15); de Isabel, su madre, que se
llenó del Espíritu cuando fue visitada por María ya en cinta (1,41); de Zacarías,
que lleno del Espíritu Santo profetizó (1,67), la profecía consistió en el
himno conocido como Benedictus; de
Simeón se dicen tres cosas relacionadas con el Espíritu: que estaba sobre él
(2,25), que le había revelado que no moriría antes de ver al Cristo (2,26) y
que lo llevó al templo para que se encontrara con Jesús aún niño (2,27). Todas
estas citas se corresponden con la idea que antes señalábamos de 10,21: Jesús
se alegra en el Espíritu Santo de que su mensaje haya sido acogido por los «pequeños».
Una última referencia que aún quedaría es
una clara invitación a pedir, confiadamente, a Dios, pues el Padre celestial
dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (11,13).
4. Juan
Respecto a las citas que relacionan al
Espíritu con los discípulos, el cuarto evangelio es el más preocupado por ello,
enlazándolas además con diversos aspectos del seguimiento de Cristo.
En primer lugar se vincula al Espíritu con
la entrada en el «reino de Dios» (expresión esta última muy escasa en Juan,
pues solo se da dos veces). Según 3,5, y a propósito del diálogo de Jesús con
Nicodemo, «nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del
Espíritu». Lo que supone tener que «nacer de nuevo» (3,3), pero no a una
existencia carnal sino espiritual, pues «lo que nace del hombre es humano; lo
que nace del Espíritu es espiritual» (3,6). Los nacidos según el Espíritu
siguen sus impulsos, por lo que, como los del viento, no se sabe ni de dónde
vienen ni a dónde van (3,8).
En relación con estas ideas, y en
oposición a la carne, se dice del Espíritu en 6,63 que es el que da vida, y que
las palabras de Jesús son, para el creyente, espíritu y vida.
Por eso, el mismo Espíritu que inspira las
palabras de Jesús y lo acompaña en su misión, será quien aliente también, más
tarde, la vida y la acción de sus seguidores. De ellos habrá de brotar su
fuerza como el agua en un manantial (7,39a). Pero aún tienen que esperar, pues
todo eso sucederá cuando Jesús sea glorificado, entonces recibirán el Espíritu
(7,39b).
Este Espíritu lo percibirán los
discípulos, pero quedará oculto a los ojos del mundo, pues, al no estar en él
no podrá reconocerlo. En cambio habitará en el interior de los creyentes, y por
eso podrán reconocerlo, y se revelará para ellos como «Espíritu de verdad»
(14,17).
El cuarto evangelio concede gran
importancia a la enseñanza de Jesús, expuesta a través de múltiples y largos
discursos. Enseñanza que no puede ser comprendida si no es con la luz que Dios
pone en el corazón de los creyentes. Por eso, cuando Jesús falte, el Padre
enviará el Espíritu para que ilumine la vida de los discípulos y abra su mente,
de modo que puedan comprender totalmente y recordar las palabras que Jesús
había dicho (14,26). En vida del Maestro los discípulos no tienen sino una
comprensión parcial de su enseñanza. Cuando este falte y el Padre envíe el
Espíritu, entonces podrán comprender de verdad.
Y de la comprensión completa y correcta
nacerá su condición de testigos veraces. El Espíritu de verdad que Jesús enviará
desde el Padre dará verdadero testimonio de él (15,26), y los discípulos darán
testimonio también, porque han estado con él desde el principio (15,27).
Es muy notoria la preocupación del
evangelista por la verdad de Jesús frente al error del mundo (véase 18,37), que
le lleva finalmente a insistir, una vez más, en la relación entre esta y el
Espíritu: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis
entender la verdad completa» (16,13a). Y eso que el Espíritu comunicará a los
discípulos no será algo propio, pues no lo dirá por propia cuenta (16,13b),
sino que lo recibirá del mismo Jesús (16,14).
Estas son las últimas palabras que el
evangelista pone en boca de Jesús antes del momento cumbre. Antes se dijo que
los discípulos no habían recibido el Espíritu aún porque Jesús no había sido
glorificado. El momento de la glorificación es la resurrección, por eso, cuando
Jesús resucita se hace necesaria una referencia directa a la donación del
Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo»
(20,22). Y a continuación se vincula el don del Espíritu, de aquel que iba a
conducir a los discípulos hacia la verdad, con el perdón de los pecados: «A
quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los
perdonéis, les quedarán sin perdonar» (20,23).
La denominación que el evangelista hace
del Espíritu es, como en otros evangelistas, variada. En general abunda la
forma simple «Espíritu» («Espíritu Santo» se usa tan solo dos veces). Pero,
como es fácilmente comprensible desde lo que hemos dicho, el cuarto evangelio
aporta además una nueva variante: «el Espíritu de la verdad». Por tres veces
aparecerá esta expresión (14,17; 15,26 y 16,13). Y relacionado con ella una
nueva denominación también original: el Paráclito. Si seguimos el rastro de
este apelativo lo encontramos en cuatro versículos. Dos de ellos son ya
conocidos (14,26 y 15,26); por lo que a las referencias tratadas habría que
añadir aún otras dos más.
La primera 14,16, en donde se dice que
Jesús rogará al Padre para que envíe a los discípulos «otro Paráclito» de modo
que éste esté siempre con ellos, pues Jesús no siempre estará. Y poco después,
en 16,7, cuando Jesús comunica ya la proximidad de su retorno al que le envió,
y ante la tristeza de los suyos, les dice que les conviene que él se marche,
pues de lo contrario no vendría a ellos «el Paráclito».
Esta es la trayectoria que las referencias
al Espíritu Santo siguen en el cuarto evangelio: Jesús manifiesta, por su
medio, la verdad que está en la mente de Dios, y que permanece oculta a los
ojos del mundo. Esta verdad es escuchada y acogida por algunos seguidores, que
se habrán de convertir después, gracias al don del Espíritu tras la
resurrección, en testigos auténticos de esa verdad revelada por Jesús, el
enviado, y cuya comprensión será progresiva, conforme a la asistencia de ese
mismo Espíritu, del Paráclito.
La
blasfemia contra el Espíritu Santo
Podemos terminar esta breve presentación
del Espíritu a través de los textos evangélicos con una última referencia que
se da solo en los sinópticos y que tiene su origen en un texto de Marcos.
Se trata de un reproche, en Marcos y Mateo
(3,29 y 12,31s, respectivamente), que los adversarios de Jesús le dirigen bajo
la acusación de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, el príncipe de
todos ellos, y que Lucas ha desplazado a otro contexto (12,10). El pasaje,
según la versión de Marcos, dice así:
«Os aseguro que todo les será perdonado a
los hombres: sus pecados y blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu
Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable»
(3,28s).
La clave para entender en qué consiste
este pecado, esta blasfemia contra el Espíritu, nos la da el versículo
siguiente:
«Esto lo dijo Jesús porque ellos afirmaban
que estaba poseído por un espíritu impuro» (3,30). Es decir, la blasfemia de
sus adversarios consistía en sostener que todo cuanto Jesús decía y hacía
procedía de un espíritu maligno, en concreto de Beelzebul, príncipe de los
demonios. En síntesis, lo que se está jugando en este verso es el
reconocimiento o no de la procedencia divina, por medio del Espíritu de Dios,
de todas las acciones de Jesús. Las obras milagrosas que hacía eran signos de
la llegada del reino de Dios a los creyentes, en cambio sus adversarios las
rechazaban relacionándolas no con Dios sino con los poderes malignos.
Esta acusación, como ya vimos en una
ocasión, tuvo mucho peso entre los círculos judíos. Buen testimonio de ello es
una referencia a Jesús en el Talmud de Babilonia, del siglo IV, donde se dice
de él que «practicó la hechicería y sedujo a Israel».
En el caso de Lucas, esta frase ha sido
sacada de su contexto y aparece junto con otras en una serie de invitaciones de
Jesús a permanecer fiel en momentos de dificultades (12,8-12). Está en el mismo
pasaje en donde se exhorta a los discípulos a tener confianza, pues el Espíritu
les enseñará lo que habrán de decir en esos momentos.
miércoles, 19 de junio de 2013
Jonás: el gran libro de la misericordia
JONÁS: EL GRAN LIBRO DE LA MISERICORDIA
Juan Antonio Mayoral
(del libro: Los rostros de Dios en la Biblia.
Teología bíblica para meditar [BAC 2012])
Quizá pueda
sorprender al lector que, frente a los grandes libros proféticos, nos
interesemos por esta pequeña obra, que es de las más breves y, quizá por ello,
de las más insignificantes, aparte de la imaginería que sobre ella ha
desarrollado el mundo de las artes. Pero nada más lejos de la verdad. A pesar
de su reducido texto (solo cuatro capítulos), este libro esconde en su interior
una gran joya, incluso desde el punto de vista literario. Al respecto, el
comentario a los profetas de L. Alonso Schökel y J. L. Sicre Díaz,
anteriormente mencionado, dice de él: «El libro de Jonás es una obra maestra.
Entre la serie de libros proféticos, escritos normalmente en verso, encontramos
a este genial narrador que, salvo el vocabulario algo tardío, maneja la prosa
como cualquiera de los mejores clásicos hebreos».
La alusión al vocabulario tardío nos pone en la pista
de una obra moderna cuyo autor ha retrotraído su trama con una intención
claramente pedagógica. El que el libro, en el canon hebreo, aparezca entre las
obras de los profetas del siglo viii
a.C. nos dice ya que, al menos cuando este canon se formó (siglo i de nuestra era), se asociaba al
protagonista con el profeta homónimo de 2 Re 14,25, cuyo ministerio se
desarrolló en tiempos de Jeroboán II (786-746). A este profeta solo se le
menciona aquí en toda la Biblia,
en relación con una acción del rey: «Fue él quien recuperó el territorio
fronterizo de Israel, desde la entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, conforme a la palabra
que el Señor, Dios de Israel, había transmitido por medio de su siervo, el
profeta Jonás, el hijo de Amitai, de Gat de Jéfer».
Probablemente el
autor de este libro escribiera su obra en época posexílica, dadas las evidentes
dependencias literarias de Joel y Jeremías (mayor precisión es ya muy
arriesgado), y se sirviera del marco histórico del siglo viii para ambientar, y con ello expresar
mejor, la enseñanza que quería transmitir: Dios tiene en cuenta a todas las
naciones, no solo a Israel, y con todas muestra su misericordia, incluso con
aquellas cuyo pecado es inmenso.
¿Por qué podría
interesarle retrotraer su historia a esta época? Porque nos coloca en un tiempo
especialmente violento contra Israel, donde se fragua el estereotipo del
enemigo por excelencia de Dios y de su pueblo: Asiria. Para el autor y su
época, decir Asiria (o Nínive, su capital) es nombrar al terror más despiadado
de cuantos se han conocido hasta entonces. Asiria representa el mal más
absoluto, el delirio de la violencia y de la fuerza opresora; junto a sus
ejércitos caminaban el terror y la devastación. Asiria es el opresor por
antonomasia. Bástenos como ejemplo estas palabras con que el profeta Nahún se
alegra de la destrucción que el Señor ha decretado contra su capital:
¡Ay de la ciudad
sanguinaria, toda ella mentira,
llena de rapiña, insaciable
de botín!
Ruido de látigo, estrépito
de ruedas,
galope de caballos, brincos
de carros,
asalto de caballería,
brillo de espadas,
fulgor de lanzas, heridos
sin cuento,
montones de muertos,
cadáveres sin fin, tropiezan en cadáveres.
Todo ello a causa de las
muchas prostituciones
de la prostituta bella y
graciosa, experta en sortilegios,
que arrastró a los pueblos
en sus prostituciones,
y a las gentes en sus
brujerías (Nah 3,1-4).
No olvidemos, además, que fue Asiria la
que acabó con el reino de Israel en el año 722; si bien para los autores
sagrados fue una decisión divina por los pecados del pueblo.
Con estos datos podemos imaginar que si
algún pueblo resultaba especialmente odioso para los israelitas era el asirio.
¡Sería indeseable e incluso impensable que Dios pudiera tener misericordia de
sus gentes! Para ellas no cabría sino esperar y desear la justicia divina más
vengativa (como vemos en toda la obra de Nahún).
De un lado tenemos ya, para la trama de
nuestro libro, el malo; y no un malo
cualquiera: el peor que uno se pueda imaginar. Y como contrapunto un Dios
bueno, el mejor, que no puede ser otro que el de Israel. Pues, aunque la escena
se sitúe como decíamos en el siglo viii,
el autor real y sus contemporáneos viven ya un momento en que el peligro de
idolatría del pueblo ha quedado en un segundo plano. La fe israelita es
claramente monoteísta y no cabe en su concepción del mundo otro dios que el
único Señor de la creación y de la historia.
Y entre el malo y el bueno del libro se
encuentra, como entre dos aguas, Jonás, un personaje que representa a cualquier
fiel creyente, israelita o cristiano, que reconoce al Señor como único Dios y
sus proyectos como los únicamente válidos para la humanidad entera. Sus
sentimientos son como los de cualquier persona normal: ama el bien y aborrece
el mal y a los malos; no desea mezclarse con ellos y espera de Dios su justo
castigo. La orden divina que un día recibe le resultará tan incomprensible y
opuesta a sus expectativas que prefiere huir de Dios a seguir sus órdenes.
¿Acaso puede Dios pedir a sus creyentes algo que no se espera de él? Jonás así
lo entiende y no parece dispuesto a aceptarlo. Y toma una decisión: si Dios
quiere hacer lo que le pide, que cuente con otro, pero él se va. Pero dejemos
que sea el propio libro quien nos lo cuente.
1. Una fuga inesperada
Calificamos esta fuga como «inesperada»
porque quién iba a esperar de un profeta que salga corriendo cuando Dios lo
llama y le encarga una misión. Y en este caso no era por miedo, por lo
arriesgado de lo que se le pide, sino por desaprobación; no está de acuerdo con
el mensaje que debe proclamar. ¿Acaso abandonaron los profetas anteriores?
Parece que a Amós no le agradaba mucho su misión, pero aún así reconoce que él
debe cumplirla: «Ha rugido el león, ¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado,
¿quién no profetizará?» (Am 3,8). Las dificultades con que tropezó Jeremías
también le hicieron mirar atrás y desear abandonar, pero no lo hizo,
enfrentándose a todos los peligros (y muchos de ellos mortales); es
paradigmático en este sentido su celebre texto de las confesiones:
Me sedujiste, Señor, y me
dejé seducir;
has sido más fuerte que yo y me has podido.
He sido a diario el
hazmerreír,
todo el mundo se burlaba de
mí.
Cuando hablo, tengo que
gritar,
proclamar violencia y
destrucción.
La palabra del Señor me ha
servido
de oprobio y desprecio a
diario.
Pensé en olvidarme del asunto y dije:
«No lo recordaré; no volveré a hablar en
su nombre»;
pero había en mis entrañas
como fuego,
algo ardiente encerrado en
mis huesos.
Yo intentaba sofocarlo, y
no podía (Jer 20,7-9).
Pero a Jonás nadie le va a perseguir,
únicamente se le pide ir a una ciudad y anunciar el castigo divino sobre ella
para intentar, de esta manera, que se convierta y Dios no la destruya. Y sin
embargo, este mal profeta sale corriendo para no colaborar con Dios. ¿Por qué?
La clave está en la ciudad a la que debe ir: Nínive; y la razón en lo que hemos
recordado anteriormente. ¡Cómo contrasta esta actitud con el diálogo tan
emotivo que vimos entre Abrahán y Dios en el que el patriarca intentaba convencer
al Señor y evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra! (Gén 18,16-33) ¡Qué
profeta más desalmado al que no le duelen las vidas de los ninivitas! Y es que
estos argumentos pueden tocar nuestras conciencias pero, ciertamente, no la
suya. Como se dijo, Asiria era sinónimo de terror, humillación, opresión… y no
solo para Israel, sino también para muchos pueblos. Imaginémonos hoy al peor de
los grupos terroristas, narcotraficantes o tratantes de personas y esclavos
(que aún los hay); sobre cuyas espaldas no hay sino muertes de inocentes,
familias rotas, explotación y violencia. Si fuéramos abogados, ¿nos gustaría
participar en su defensa? Y si la ley, por oficio, nos obligase a ello, ¿no
desearíamos salir corriendo por escrúpulos morales? O quizá yendo un poco más
atrás, a los juicios contra los nazis después de la Segunda Guerra mundial, si
fuéramos judíos o polacos, o miembros de uno de los grupos más castigados por
su desaforado racismo, ¿aceptaríamos pedirles de buen grado su arrepentimiento
y conversión para así salvar su vida de la horca? Pues de estos sentimientos
quiere dotar al profeta el autor de nuestro libro. Y su reacción es, quizá, la
más lógica de esperar, aunque a nosotros hoy nos pueda resultar «inesperada».
Estamos tratando de descubrir en estos
textos el rostro de Dios, y aquí chocamos con una de las dificultades mayores
para descubrirlo, tanto en la
Biblia como en la vida: nuestros pre-juicios (en el sentido más literal del término). Las ideas
preconcebidas que tenemos sobre Dios y sobre las personas pueden no solo
impedirnos ver el auténtico rostro divino, sino, lo que sería peor,
desfigurarlo hasta el punto de hacer de su imagen una entelequia falseadora. En
este sentido es grave la responsabilidad que el Concilio Vaticano II descarga
en la propia Iglesia (en todo creyente, no solo en la institución) cuando
analiza las causas del ateísmo contemporáneo:
Quienes voluntariamente pretenden apartar de su
conciencia a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de
su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los
creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo,
considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un
fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la
reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del
mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis
del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que,
con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la
doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han
velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, 19c).
Grave es la responsabilidad del profeta,
como grave es la de todo creyente que, por incapacidad, negligencia, desinterés
o incluso oposición (como es el caso de Jonás) no transmite con sus palabras y
obras la voluntad salvadora y misericordiosa de Dios. Cuando en la primera
carta a Timoteo el apóstol Pablo exhorta a pedir por toda la humanidad, por sus
reyes y demás autoridades (entre ellas las que los persiguen), da esta
importante razón: «Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios,
nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre
Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (2,3-5). Si Dios es uno, y único su
mediador, su modo de actuar con toda la humanidad no puede ser otro que el
mismo para todos. No puede tratar a unos pueblos con misericordia y a otros
negársela. Pues, de hacerlo así, se parecería más a nosotros, que sí hacemos
acepción de personas; pero, como el Señor mismo dijo por boca de Oseas: «Yo soy
Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira»
(11,9).
Pero esto
que san Pablo tenía tan claro, no le resulta fácil entenderlo a Jonás; quizá sí
la misión universal del anuncio de Dios como único Señor de todos los pueblos;
pero su misericordia con los opresores ya era pedir demasiado, y prefiere salir
huyendo. Y no a cualquier parte; el narrador nos dice que «se puso en marcha
para huir a Tarsis, lejos del Señor» (1,3). La localización de Tarsis no está
clara para muchos especialistas, pero sí es comúnmente aceptado que hace
referencia a un territorio al otro extremo del Mediterráneo; es decir el
profeta quiere poner el mar más grande conocido por entonces como distancia
entre él y su Dios. Aquello debía sonar entonces como hoy ir a las antípodas. Sin embargo, su intento de fuga se ve
frustrado, y no porque Dios lo siga, sino porque toda la naturaleza obedece a
su creador y propicia sus planes.
Estando ya Jonás embarcado, se desató de
pronto una gran tempestad. Los expertos marineros se deshicieron de buena parte
del lastre de la embarcación, con el fin de evitar que se fuera a pique. En
contraste con el temor de los navegantes, Jonás dormía indolente en el fondo de
la nave. Al percatarse de ello, los tripulantes lo despiertan y le piden que,
como están haciendo todos, también él rece a su Dios para que los ayude y evite
el naufragio. Pero no dieron buen resultado aquellas oraciones. Y es que por
mucho que se rece a Dios, no puede evitarse lo que él decide; las oraciones no
cambian su voluntad. El Señor se ha propuesto que Jonás vaya a Nínive e irá,
aunque tenga que convencerlo de un modo poco ortodoxo.
Al final se dice que los marineros echaron
suertes sobre cuál de los allí presentes podría ser la causa de aquella
tormenta (interpretada como fruto de la ira divina). Las suertes señalaron a
Jonás, quien, interrogado, declaró ser hebreo y servir al «Dios del cielo, que
hizo el mar y la tierra firme» (1,9). Hemos de entender que todos los demás
eran paganos; aún así estos hombres no quieren cometer un delito con él. Jonás
les pide (como solución) que lo arrojen por la borda; pero ellos no aceptan de
buen grado esta solución, y reman con todas sus fuerzas para llegar a tierra
firme, sin conseguirlo. El peligro es ya tal que terminan aceptando la solución
de Jonás, y lo arrojan al mar. La tempestad se calmó, con lo que los marineros
reconocieron el poder del Dios de los hebreos y «le ofrecieron un sacrificio y
le hicieron votos» (1,16).
2. Ahora sí, ya en Nínive
Acogido por las profundidades marinas,
Jonás fue engullido por un gran pez, en cuyo vientre estuvo «durante tres días
con sus noches» (2,1). Desde las oscuras entrañas del animal elevó su súplica
al Señor, pues para él no hay lugar tan escondido que no lo alcance su mirada.
Esta oración está construida como un salmo típico, similar a los muchos que
podemos encontrar en el Salterio: comienza con la exposición del peligro que
ahoga al orante (su situación es angustiosa) y se concluye con una acción de
gracias, que expresa la confianza de que el Señor escuchará y actuará en su
favor. Como así sucedió: «Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra
firme» (2,11).
Sin duda, aunque el personaje es
imaginario, el autor está expresando con su relato la experiencia de que se
puede huir de Dios cuando, comprendida su voluntad, no queremos aceptarla.
Pero, finalmente, si el creyente lo es de verdad, por muy lejos que huya de
Dios, de esquivar su voluntad, acaba por ponerse a su disposición. O bien finalmente
la evita, en cuyo caso ya no estaríamos hablando de un creyente de verdad, sino
de alguien que ha renunciado a vivir lealmente su fe. Pero este ya no sería
Jonás, que es el modelo que nos propone el relato. Es normal y comprensible
para todo creyente no aceptar ni comprender siempre de buena gana los planes de
Dios; pero es igualmente normal buscar, después del primer rechazo, el modo de
vivir en obediencia. Jonás quiso huir lejos de Dios, pero debió sentir, como
experiencia espiritual, aquellas palabras del salmista (a tener muy presentes
en muchos momentos de la vida):
¿Adónde
iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú; si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro;
si vuelo hasta el margen de la aurora, si
emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda, me
agarrará tu derecha.
Si digo: «Que al menos la tiniebla me
encubra,
que la luz se haga noche en torno a mí»,
ni la tiniebla es oscura para ti, la noche
es clara como el día,
la
tiniebla es como luz para ti (Sal 139,7-12).
La oración de Jonás en el vientre del pez
terminaba así: «yo te daré gracias […] cumpliré mi promesa. La salvación viene
del Señor» (2,11). Esta confesión de fe da a entender que su fuga no le ha
alejado realmente de Dios, que quiere seguir a su lado, pues solo en él está la
salvación.
Y el Señor, que no ha abandonado al
profeta a su suerte, a pesar de su incomprensión y su rechazo, le da otra
oportunidad, y por segunda vez le dice: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad
de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré» (3,1). Y,
aunque quizá de no muy buena gana (por lo que vemos al final del libro), Jonás
termina yendo a Nínive. La descripción de la ciudad dibuja en la mente del
lector una urbe colosal, tres días hacían falta para recorrerla. Por muy
impreciso que sea este dato, tres días dan mucho de sí; especialmente para
aquella gente habituada a caminar.
Podría pensarse que estas
dimensiones no se refieren solo a la ciudad en sí sino también a las más
inmediatas, que, con la capital, formaban un amplio conjunto urbano. Pero esto
es, más bien, querer salvar la literalidad del texto, cuando lo que tenemos
delante es una parábola que exagera sus figuras simbólicas con intención de
exponer más claramente su enseñanza. En este caso, lo que interesa es mostrar
una ciudad enorme donde viven miles de hombres y animales, de los cuales el
profeta, a pesar del número tan elevado de criaturas, no tendrá ninguna
compasión por ellas. Cuanto más grande sea esta ciudad, mayor resulta el
despropósito de Jonás. En todo caso, un razonamiento contrario no se sostendría
con una aldea pequeña, recordemos sobre ello el diálogo antes aludido de
Abrahán y Dios, sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra; cuya conclusión
vendría a ser que Dios no las habría destruido si al menos hubiera encontrado
allí diez personas justas (Gén 18,32). No es la cantidad lo más importante para
Dios, pero la grandeza de Nínive y el elevado número de habitantes jugará un
papel importante en este libro al final de su enseñanza, cuando la ciudad sea
comparada con la ridiculez del ricino con que Jonás pretende sostener sus
razonamientos ante Dios.
Cuando Jonás llegó a Nínive comenzó a
recorrerla al tiempo que anunciaba su mensaje: «Dentro de cuarenta días, Nínive
será arrasada» (3,4). Más breve no puede ser. Las denuncias y amenazas de otros
profetas llevan siempre unos razonamientos sobre las mismas; se concretan unos
pecados (normalmente la idolatría y las injusticias sociales), se precisan unos
castigos… pero Jonás no dice nada al respecto. Tal vez porque esto sea
innecesario en este libro, donde lo que se está jugando es si Dios tiene
misericordia o no de los perversos; no se valora una perversidad concreta, ni
se la amenaza con un castigo determinado, este es general: la destrucción. Es
decir, ¿barrerá el Señor a los paganos malvados o los perdonará si se
convierten?
Después de lo que hemos visto sobre el
profeta cabe pensar que, a pesar de cumplir su misión, él deseaba sinceramente
que los ninivitas no se convirtieran y toda la ciudad fuera así destruida. ¡Si
está de Dios, bienvenido sea! (Esta expectativa nos la confirma el final del
libro). Pero no fue así; «los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno
y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor» (3,5). Incluso,
cuando la noticia de Jonás llegó al rey y a su corte, reaccionaron del mismo
modo, y el monarca mandó proclamar: «Que hombres y animales se cubran con rudo
sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino
y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se
arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!» (3,7-9).
Estas palabras del rey encajarían bien en
boca de cualquier fiel israelita, pero en la de un pagano resultan extrañas. No
importa. El autor del libro ha pretendido un reconocimiento y una confesión de
fe en el Dios único, con la que ha de identificarse el lector, para de este
modo, si se acepta «teológicamente» este principio, en consecuencia, deberá
aceptarse también lo que sigue después: «Vio Dios su comportamiento, cómo
habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había
determinado enviarles. Así que no la ejecutó» (3,10).
El contenido de estos versos encarnan a la
perfección la predicación de Ezequiel en Babilonia, si bien estaba pensada para
los israelitas: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor
Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?» (18,23); y también: «Por
mi vida —oráculo del Señor Dios— que yo no me complazco en la muerte del malvado,
sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra
perversa conducta. ¿Por qué os obstináis en morir, casa de Israel?» (33,11).
Así, el autor de Jonás hace extensivo este anuncio y proceder del Dios de
Israel con su pueblo también a las demás naciones, incluso a Nínive, es decir,
representados en ella, a todos los opresores más desalmados que puedan
conocerse. El castigo del Dios único es universal, como universal es igualmente
su misericordia y su invitación a la conversión.
3. ¡Pobre ricino!
El protagonismo del gran pez, o ballena, en
este libro es universalmente conocido, incluso, quienes no hayan leído la Biblia se habrá encontrado
alguna vez con esta imagen en obras pictóricas, escultóricas o literarias. Sin
embargo, el humilde ricino, que tiene una enorme fuerza simbólica en el libro,
pasa casi siempre inadvertido. Es verdad que tiene una vida efímera, pero
descansa sobre su corta existencia toda la fuerza de la parábola del libro.
Como avanzábamos anteriormente, la actitud
del profeta ante la conversión de Nínive sorprende:
Jonás se disgustó y se
indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: «¿No lo decía yo,
Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien
sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te
arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que
vivir» (4,1-3).
¡Cómo es posible que este desagradecido
profeta no se alegre del éxito de su misión y, además, se enfade porque Dios
haya sido bondadoso, compasivo, paciente
y misericordioso con una ciudad tan grande, hasta el punto de decir que no
le merece la pena vivir! ¡Qué descaro más grande, ojalá los profetas
preexílicos hubieran tenido el mismo éxito y pudieran haber librado así a
Israel de su desgracia! Sin duda se habrían alegrado enormemente.
El autor del libro ha retratado con estos
cuatro rasgos el mejor rostro de Dios
que se puede trazar; pero no son originales suyos. De hecho, simplemente ha
recordado una de las confesiones de fe más básicas del credo israelita, con que
el propio Dios se hace presente a Moisés en el Sinaí: «El Señor bajó en la nube
y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó
ante él proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la
ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima
generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja
impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la
tercera y cuarta generación”» (Éx 34,5-7).
Pero este enfado de Jonás no es
propiamente suyo, sobre todo si tenemos en cuenta que el personaje es ficticio,
su postura refleja es la de mucha gente (seguramente piadosa) de la época en
que escribe nuestro autor.
Según se dijo al comienzo del capítulo, el
libro de Jonás es una obra posexílica, sin poder precisar con seguridad mucho
más. Es conocido que en esta época se dio entre los israelitas una tendencia
contraria a su integración con otros pueblos, a los que veían como impuros e indignos
de la bendición divina. Probablemente, empujadas por la conciencia de que las
idolatrías de estas naciones contaminaron la fe israelita hasta el punto de
provocar el castigo de Dios, las autoridades hebreas del posexilio se cerraron
en banda ante todo contacto con paganos. Este punto de vista se mantuvo firme
aún en tiempos de Jesús, y todavía hoy permanece en muchos sectores
ultraortodoxos del judaísmo moderno.
La aversión por los pecadores es frecuente
en contextos religiosos (también del cristianismo) que se consideran puros o,
al menos, más dignos que otros de ser amados y perdonados por Dios. Es más,
incluso, de poder reclamar de Dios un
trato de favor en relación con otros correligionarios (no digamos ya de otras
religiones, ateos o agnósticos). Este tipo de religiosidad queda muy bien
reflejada en la parábola del fariseo y el publicano. Por su concisión la
recordamos aquí entera:
Dijo también esta parábola a
algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los
demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro,
publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy
gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni
tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo
lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh
Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa
justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el
que se humilla será enaltecido» (Lc 18,9-14).
Jonás se llenó de un orgullo
religioso-nacionalista tal que no fue capaz de alegrarse por la salvación de
quienes su conducta les abocaba a la destrucción. Dios estaba satisfecho con el
resultado de la misión, había conseguido convertir y salvar a millares de vidas
humanas; alegría y éxito que hubiera deseado compartir con su profeta; pero no
pudo ser así: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?» (Jon 4,4).
Pero el profeta estaba tan enfadado que ni
siquiera respondió al Señor. Y nuevamente se alejó de él, «salió de la ciudad y
se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver
qué pasaba con la ciudad» (4,5). Profundamente enrabietado, quizá esperaba que
al ver su indignación Dios cambiara de parecer y, finalmente, destruyera la
ciudad. Tal vez por eso se quedó cerca y ver qué pasaba al final.
Sin embargo Dios hizo otra cosa muy
distinta, similar al primer rechazo del comienzo del libro, es decir, se las
apañó para hacer recapacitar a su profeta. De la nada, como Señor que es de la
creación, hizo surgir una planta de ricino; con la que Jonás pudo aliviar el
sofocante calor que lo asfixiaba. «Jonás se alegró y se animó mucho con el
ricino» (4,6). Y aquí viene la fuerza simbólica de esta humilde planta: «Pero
Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase el ricino,
que se secó» (4,7). Y por si era poco, «cuando salió el sol, hizo Dios que
soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que
desfallecía y se deseaba la muerte: “Más vale morir que vivir”, decía» (4,8).
Es la segunda vez que Jonás se lamenta por su vida, prefiriendo la muerte. Y
llegado a esta situación extrema es cuando el Señor aprovecha para darle su
lección, que es, a su vez, la de todo el libro:
Dios dijo entonces a Jonás:
—¿Por qué tienes ese disgusto tan grande
por lo del ricino?
Él contestó:
—Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto
de muerte.
Dios repuso:
—Tú te compadeces del ricino, que ni
cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció,
¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento
veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos
animales? (4,9-11).
El Creador muestra su rostro más
entrañable, misericordioso y compasivo con todas sus criaturas, también por las
de malvada conducta. Él las ha creado a todas y vela cuidadosamente por ellas.
Incluso ve en la maldad de los ninivitas una disculpa: «no distinguen la
derecha de la izquierda». Es decir, su ignorancia del bien y del mal es tan
grande que ello les lleva a no saber elegir y equivocarse. La grandeza de Dios
se revela en su capacidad pedagógica, en sus acciones correctoras, no en su
potencial destructor. Y así ha de ser la forma de actuar de sus creyentes, la
de sus profetas, la de Jonás. Recordamos en este momento las palabras de Jesús
en su agonía en la cruz. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (Lc 33,34); y también en este mismo evangelio su recriminación a quienes
optaban por actitudes violentas frente a los que lo rechazaban: «Envió
mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de
samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron […] Al ver esto,
Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que
baje fuego del cielo que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se
encaminaron hacia otra aldea» (Lc 9,52-56).
El libro
de Jonás termina con una pregunta de Dios que el autor deja sin respuesta.
Probablemente porque la quiere abierta, a la espera de que cada lector ofrezca
la suya propia. La parábola que envuelve toda la obra es en sí un gran espejo
donde, en el rostro de Jonás, cada lector puede verse reflejado; y en el del
Señor, su propia concepción de Dios. Hoy diríamos que es un libro
«interactivo», en el que el lector no es un espectador, sino un actor que,
metido también en la trama, debe posicionarse bien con el profeta bien con
Dios, y llevar a su propia vida la respuesta que se le está pidiendo.
Acabamos
las reflexiones de este capítulo con un texto bíblico ya muy moderno y en plena
armonía con lo que estamos diciendo:
Tú
siempre puedes desplegar tu gran poder.
¿Quién puede resistir la fuerza de tu
brazo?
Porque el mundo entero es ante ti como un
gramo en la balanza,
como gota de rocío mañanero sobre la
tierra.
Pero te compadeces de todos, porque todo
lo puedes
y pasas por alto los pecados de los
hombres para que se arrepientan.
Amas a todos los seres
y no aborreces nada de lo que hiciste;
pues, si odiaras algo, no lo habrías
creado.
¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo
quisieras?,
o ¿cómo se conservaría, si tú no lo
hubieras llamado?
Pero tú eres indulgente con todas las
cosas,
porque son tuyas, Señor, amigo de la vida.
Pues tu soplo incorruptible está en todas
ellas.
Por eso corriges poco a poco a los que
caen,
los reprendes y les recuerdas su pecado,
para que, apartándose del mal, crean en
ti, Señor (Sab 11,21-12,2).
[Si te gustó esta reflexión puedes ver sobre el libro de Rut: aquí]
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