domingo, 20 de abril de 2014

El Espíritu Santo en los evangelios



El Espíritu Santo en los evangelios

Juan Antonio Mayoral

     Fuera de algunas referencias dispersas en los demás libros del Nuevo Testamento (como p.ej. Hch 10,38; 11,16; Rom 1,4), los evangelios son los escritos que mejor recogen la primera experiencia y comprensión cristianas de la relación entre el Espíritu de Dios, su enviado Jesucristo y las personas que lo contemplan, amigos y enemigos. Los cuatro relatos que la tradición nos ha dejado como canónicos son claros y unánimes en su testimonio: la persona de Jesús y su obra estaban asistidas, guiadas, impregnadas de la fuerza del Espíritu divino. Pero los evangelios nos son reportajes objetivos y distantes de la vida de Jesús, sino profundas y cuidadas presentaciones de su ser y de su misión; por eso son tan similares y a la vez tan distintos entre sí.
     Esta circunstancia nos exige una doble mirada. Por una parte la que se ha de dirigir a cada uno de los evangelios, contemplándolos desde sus peculiaridades, y por otra la que ha de centrarse en la persona y en la obra de Jesús, leyendo los diferentes relatos evangélicos desde sus similitudes.
De la primera de estas miradas procede la observación de que la frecuencia de alusiones al Espíritu Santo en los textos evangélicos no es equiparable entre unos y otros. Así por ejemplo, el relato de Marcos es el que menos lo menciona, tan solo en cinco ocasiones (si bien es verdad que es el más breve), mientras que los de Lucas y Juan son los que lo hacen un mayor número de veces, diecisiete en total, cada uno.
     También podemos notar que las referencias evangélicas al Espíritu se dividen en una triple dirección, en función de su relación: a) con Jesús, b) con sus discípulos y otras personas cercanas y c) con sus adversarios. Las proporciones se equilibran aquí algo más entre los evangelios de Marcos y Mateo, pero observamos igualmente una mayor preocupación por la segunda dirección en los relatos de Lucas y Juan, especialmente en este último.
     )A qué nos lleva esta primera observación? Básicamente a detectar el mayor o menor interés de cada evangelista por resaltar la acción del Espíritu divino en Jesús y en sus seguidores.

Jesús y el Espíritu Santo

     El reconocimiento del mesianismo auténtico y definitivo de Jesús por sus discípulos sucedió tras su muerte y resurrección, y la interpretación de este mesianismo no pudo hacerse sino al amparo del reconocimiento de que en aquel ajusticiado se había manifestado la fuerza divina del Espíritu de Dios. Su muerte no fue fortuita y casual, sino que había sobrevenido como consecuencia de una vida entregada al servicio de una misión: el anuncio y la inauguración del reino de Dios. Pero ambos no eran posibles sin el aliento de esa fuerza misteriosa con la que Dios había impregnado al hombre y a la creación entera, y a la que en el Antiguo Testamento se aludía con la denominación de «Espíritu de Dios».
     En el Nuevo Testamento, este Espíritu, aunque permanece siempre velado en el misterio, adquiere un «rostro» más preciso, el que procede de su estrecha relación con Jesús, el enviado del Padre. Del Espíritu se sabe qué quiere viendo hablar y obrar a Jesús; se sabe a dónde va viendo hacia dónde se dirige Jesús... De Jesús sabemos por el Espíritu, del Espíritu sabemos por Jesús.
     Para conocer un poco mejor este primer binomio relacional vamos a acercarnos a los testimonios que nos han dejado los relatos evangélicos; pero, dado que cada uno tiene sus peculiaridades, lo haremos independientemente, para percibir sus diferencias y similitudes.

1. Marcos

     Comenzamos en primer lugar por el relato que parece ser el más antiguo. Su autor vincula a Jesús con el Espíritu Santo solamente en tres ocasiones, y siempre en pasajes muy cercanos entre sí, en el tiempo y en la temática. Son la predicación de Juan Bautista (1,8), el bautismo de Jesús en el Jordán (1,10) y su partida hacia el desierto (1,12).
     El evangelista está convencido de que el bautismo que practicó Juan es radicalmente distinto al que después practicaría la Iglesia primitiva. El primero era una invitación a la conversión, un signo de que el hombre quería ponerse en marcha hacia Dios. El segundo procedía de la misión salvífica de Jesús, era un signo de que Dios se había puesto en marcha hacia el hombre y de que lo había alcanzado, lo había regenerado con la fuerza de su Espíritu haciéndolo una criatura nueva. La oferta salvífica que se manifestaba en el bautismo de la Iglesia procedía del mismo Jesucristo, de cuya misión se sentía continuadora. Por eso el evangelista pone en boca del Bautista estas palabras: «Yo os he bautizado con agua, pero él [Jesús - la Iglesia] os bautizará con Espíritu Santo» (1,8).
     Y quién puede bautizar con Espíritu Santo sino aquel, y aquellos, que lo han recibido primeramente de Dios. Por esta razón, la primera escena evangélica en la que aparece Jesús se da en coincidencia con el Espíritu divino. Dios declara la legitimidad de su enviado, a quien ama y en quien se complace, manifestando sobre él la fuerza de su Espíritu. Esto explica el hecho insólito que se produce cuando Jesús entra en el Jordán para ser bautizado por Juan y ve cómo el cielo se abre y el Espíritu Santo desciende sobre él «como una paloma» (1,10).
     Y a la primera escena en la que Jesús aparece se corresponde su primer movimiento, igualmente en coincidencia con el Espíritu: «Después, el Espíritu impulsó a Jesús a ir al desierto» (1,12). Allí será tentado por Satanás, y vencerá la tentación. La unión entre Jesús y el Espíritu es tan fuerte que nada ni nadie podrá apartarlo de la misión que su Padre le ha encomendado, ni siquiera el poder del tentador.

2. Mateo

     El evangelio de Mateo abunda algo más en la relación entre Jesús y el Espíritu, hasta siete veces la menciona. En primer lugar hay que constatar que recoge las citas de Marcos sobre la predicación de Juan Bautista (3,11), el bautismo de Jesús en el Jordán (3,16) y su marcha hacia el desierto (4,1); pero añade, además, otros casos de gran trascendencia:
     — Está presente en los orígenes de Jesús, pues él lo generó en el seno de María, su madre (1,18.20). Marcos incidía en la presencia del Espíritu en el comienzo de la misión de Jesús, Mateo va más allá y lo descubre ya en los orígenes de su propia existencia humana.
     — En su actuación en la obra de Jesús se cumple la profecía del libro de Isaías (42,1ss), cuando Dios anunció por el profeta que en su Siervo (en este caso Jesucristo), a quien había elegido y amaba, pondría su Espíritu para proclamar su justicia a todos los pueblos (12,18). El recurso a esta cita nos pone en una doble pista, por una parte en la coincidencia entre la misión de Jesús y la del Espíritu: traer la salvación a las naciones; y por otra en la manera de llevarla a cabo, que no será de modo violento o portentoso, pues el enviado que el profeta anuncia, y sobre el cual reside el Espíritu de Dios: «No gritará, no alzará la voz, no voceará por las calles; no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue».
     — Y por último, a propósito de un exorcismo: Jesús expulsa los demonios con la fuerza del Espíritu divino, lo que significa que ha llegado el reino de Dios. El enemigo que torció la obra del Creador desde su origen es ahora sometido y expulsado de sus dominios «por el Espíritu de Dios» que obra en Jesús (12,28).

3. Lucas

     El relato lucano es llamado, entre otras denominaciones, el evangelio del Espíritu, y no faltan razones para ello, pues, de los sinópticos, es sin duda el que más atención ha prestado a esta persona divina. En total son diecisiete las referencias que hace de él, y de las que casi la mitad (ocho) están en relación directa con Jesús.
     Se vincula al Espíritu divino con Jesús ya desde los orígenes de este, pues, al igual que indicó Mateo, fue este Espíritu el que engendró a Jesús en el seno de María, por eso se le llamará «Hijo de Dios» (1,35). Asimismo, como en los casos de Mc y Mt, Juan Bautista anuncia que detrás de él viene el que bautizará con Espíritu Santo y fuego (3,16); y el mismo Bautista ve cómo este Espíritu desciende «en forma corporal, como paloma» —precisa el evangelista— sobre Jesús (3,22). Abundando en la importancia de este momento, Lucas resalta también que Jesús salió del Jordán lleno del Espíritu Santo (4,1a) y que este mismo Espíritu lo llevó después al desierto (4,1b), donde fue tentado por el diablo, y que tras este tiempo de prueba regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu Santo» (4,14).
     Parece como si el evangelista quisiera dejar muy claro que todos los movimientos de Jesús están guiados por el Espíritu divino. Guiados y orientados además a una misión, relacionada con la que en el libro de Isaías se anunciaba del Siervo de Yahvé, y para cuya indicación se ha servido de una cita distinta a la de Mateo: llevar la buena noticia de la salvación a los pobres, pregonar la libertad a los presos, dar la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia (61,1s).
     Esta es la interpretación que Lucas hace de la misión de Jesús con relación a la fuerza interior que le impulsaba, la del Espíritu Santo. Pero no todos lo juzgaron así, y por eso el mismo Jesús, según nos dice el evangelista, viendo que, en medio de la incomprensión de los sabios, le habían entendido los sencillos se alegró de ello en el Espíritu Santo (10,21).
     Y con esta última se acaban las menciones a la relación entre Jesús y el Espíritu Santo, el resto, se establece con otros personajes.

4, Juan

     La atención del cuarto evangelio por el Espíritu divino se orienta más hacia los discípulos hacia Jesús. El evangelista hace diecisiete menciones en total de las que solo cuatro están directamente referidas a Jesús, y todas ellas agrupadas, además, en tan solo dos momentos de su vida: 1,32.33 (dos veces en este versículo) y 3,34. Una misma escena relaciona entre sí las tres primeras, la confesión de Juan Bautista sobre Jesús:
     «Juan prosiguió: —He visto que el Espíritu bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él [Jesús]. Ni yo mismo sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto que lo he visto, testifico que este es el Hijo de Dios».
     El texto de 3,34 pertenece a un pasaje en el que el evangelista presenta a Jesús como aquel que viene del cielo en nombre de Dios, que habla sus palabras, y al que no todos quieren escuchar, pero que es, realmente, a quien Dios «ha comunicado plenamente el Espíritu». (Este parece ser, al menos, el sentido del versículo.) A su testimonio ha de darse toda credibilidad, pues procede de Dios mismo.

Los discípulos y el Espíritu Santo

     El interés por la relación entre Jesús y el Espíritu Santo no se agota en sí misma, trasciende más allá y se dirige también hacia los discípulos, y desde los discípulos a todos los seguidores que, en el tiempo, constituirán la Iglesia.
     Y la preocupación por este tema es, al igual que en el caso anterior, muy diferente en cada evangelista, destacando Marcos y Mateo por sus pocas referencias y Lucas y Juan por su mayor número.

1. Marcos

     En este evangelio solo se menciona una vez la vinculación entre el Espíritu y los discípulos de Jesús, y se produce, además, en el contexto de una alusión del Señor a las persecuciones que sobre ellos se desatarán en los últimos tiempos. Para darles ánimo, les dice que en aquellos momentos no serán ellos quienes hablen, sino el Espíritu de Dios:
     «Pero, cuando os conduzcan para entregaros a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir, pues en aquel momento os dará Dios las palabras oportunas. No seréis vosotros quienes habléis, sino el Espíritu Santo» (13,11).
     Los discípulos serán perseguidos como antes lo fue Jesús, sencillamente porque ellos son los continuadores de su misión: «Todos os odiarán por causa mía» (13,13a). Y como Jesús se mantuvo fiel hasta el final de su vida, de igual manera habrán de comportarse los discípulos: «pero el que se mantenga firme hasta el fin, se salvará» (13,13b). El Espíritu sostuvo firmemente a Jesús en las tentaciones del desierto, anticipo y síntesis de las que después tuvo a lo largo de su ministerio y al final de su vida, próxima ya su muerte en cruz; y el Espíritu sostendrá y defenderá a los discípulos ante las tentaciones de abandono cuando sobrevenga la persecución, poniendo en su boca «palabras oportunas» que no procederán de ellos sino de Dios mismo.

2. Mateo

     Mateo es parco también en este tipo de referencias, como decíamos, recogiendo la cita que comentábamos de Marcos sobre las persecuciones (10,20) y añadiendo otra que sitúa al final del evangelio: tras la resurrección, Jesús encarga a sus seguidores (a la Iglesia) que hagan discípulos de entre todas las naciones, y los bauticen en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (28,19). Se trata, pues, de una mención formularia que responde a la identidad misma del bautismo que la Iglesia estaba celebrando.

3. Lucas

     Este evangelista coincide con Mateo en el uso de la cita de Marcos referida a los momentos de persecución (12,12) y añade, además, siete referencias originales que están al servicio de una idea nuclear: solo se puede reconocer la acción divina en Jesús si se está asistido por el Espíritu Santo, para lo cual hay que preparar el corazón, ser sencillo y estar abierto a la obra que Dios se dispone a hacer. Los personajes de los que se sirve el evangelista para este fin son Juan Bautista, Isabel, Zacarías y Simeón, cuyas actitudes han de servir de referencia para todos los creyentes.
     De Juan se dice que ya desde el seno materno estaba lleno del Espíritu Santo (1,15); de Isabel, su madre, que se llenó del Espíritu cuando fue visitada por María ya en cinta (1,41); de Zacarías, que lleno del Espíritu Santo profetizó (1,67), la profecía consistió en el himno conocido como Benedictus; de Simeón se dicen tres cosas relacionadas con el Espíritu: que estaba sobre él (2,25), que le había revelado que no moriría antes de ver al Cristo (2,26) y que lo llevó al templo para que se encontrara con Jesús aún niño (2,27). Todas estas citas se corresponden con la idea que antes señalábamos de 10,21: Jesús se alegra en el Espíritu Santo de que su mensaje haya sido acogido por los «pequeños».
     Una última referencia que aún quedaría es una clara invitación a pedir, confiadamente, a Dios, pues el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (11,13).

4. Juan

     Respecto a las citas que relacionan al Espíritu con los discípulos, el cuarto evangelio es el más preocupado por ello, enlazándolas además con diversos aspectos del seguimiento de Cristo.
     En primer lugar se vincula al Espíritu con la entrada en el «reino de Dios» (expresión esta última muy escasa en Juan, pues solo se da dos veces). Según 3,5, y a propósito del diálogo de Jesús con Nicodemo, «nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu». Lo que supone tener que «nacer de nuevo» (3,3), pero no a una existencia carnal sino espiritual, pues «lo que nace del hombre es humano; lo que nace del Espíritu es espiritual» (3,6). Los nacidos según el Espíritu siguen sus impulsos, por lo que, como los del viento, no se sabe ni de dónde vienen ni a dónde van (3,8).
     En relación con estas ideas, y en oposición a la carne, se dice del Espíritu en 6,63 que es el que da vida, y que las palabras de Jesús son, para el creyente, espíritu y vida.
     Por eso, el mismo Espíritu que inspira las palabras de Jesús y lo acompaña en su misión, será quien aliente también, más tarde, la vida y la acción de sus seguidores. De ellos habrá de brotar su fuerza como el agua en un manantial (7,39a). Pero aún tienen que esperar, pues todo eso sucederá cuando Jesús sea glorificado, entonces recibirán el Espíritu (7,39b).
     Este Espíritu lo percibirán los discípulos, pero quedará oculto a los ojos del mundo, pues, al no estar en él no podrá reconocerlo. En cambio habitará en el interior de los creyentes, y por eso podrán reconocerlo, y se revelará para ellos como «Espíritu de verdad» (14,17).
     El cuarto evangelio concede gran importancia a la enseñanza de Jesús, expuesta a través de múltiples y largos discursos. Enseñanza que no puede ser comprendida si no es con la luz que Dios pone en el corazón de los creyentes. Por eso, cuando Jesús falte, el Padre enviará el Espíritu para que ilumine la vida de los discípulos y abra su mente, de modo que puedan comprender totalmente y recordar las palabras que Jesús había dicho (14,26). En vida del Maestro los discípulos no tienen sino una comprensión parcial de su enseñanza. Cuando este falte y el Padre envíe el Espíritu, entonces podrán comprender de verdad.
     Y de la comprensión completa y correcta nacerá su condición de testigos veraces. El Espíritu de verdad que Jesús enviará desde el Padre dará verdadero testimonio de él (15,26), y los discípulos darán testimonio también, porque han estado con él desde el principio (15,27).
     Es muy notoria la preocupación del evangelista por la verdad de Jesús frente al error del mundo (véase 18,37), que le lleva finalmente a insistir, una vez más, en la relación entre esta y el Espíritu: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis entender la verdad completa» (16,13a). Y eso que el Espíritu comunicará a los discípulos no será algo propio, pues no lo dirá por propia cuenta (16,13b), sino que lo recibirá del mismo Jesús (16,14).
     Estas son las últimas palabras que el evangelista pone en boca de Jesús antes del momento cumbre. Antes se dijo que los discípulos no habían recibido el Espíritu aún porque Jesús no había sido glorificado. El momento de la glorificación es la resurrección, por eso, cuando Jesús resucita se hace necesaria una referencia directa a la donación del Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo» (20,22). Y a continuación se vincula el don del Espíritu, de aquel que iba a conducir a los discípulos hacia la verdad, con el perdón de los pecados: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar» (20,23).
     La denominación que el evangelista hace del Espíritu es, como en otros evangelistas, variada. En general abunda la forma simple «Espíritu» («Espíritu Santo» se usa tan solo dos veces). Pero, como es fácilmente comprensible desde lo que hemos dicho, el cuarto evangelio aporta además una nueva variante: «el Espíritu de la verdad». Por tres veces aparecerá esta expresión (14,17; 15,26 y 16,13). Y relacionado con ella una nueva denominación también original: el Paráclito. Si seguimos el rastro de este apelativo lo encontramos en cuatro versículos. Dos de ellos son ya conocidos (14,26 y 15,26); por lo que a las referencias tratadas habría que añadir aún otras dos más.
     La primera 14,16, en donde se dice que Jesús rogará al Padre para que envíe a los discípulos «otro Paráclito» de modo que éste esté siempre con ellos, pues Jesús no siempre estará. Y poco después, en 16,7, cuando Jesús comunica ya la proximidad de su retorno al que le envió, y ante la tristeza de los suyos, les dice que les conviene que él se marche, pues de lo contrario no vendría a ellos «el Paráclito».
     Esta es la trayectoria que las referencias al Espíritu Santo siguen en el cuarto evangelio: Jesús manifiesta, por su medio, la verdad que está en la mente de Dios, y que permanece oculta a los ojos del mundo. Esta verdad es escuchada y acogida por algunos seguidores, que se habrán de convertir después, gracias al don del Espíritu tras la resurrección, en testigos auténticos de esa verdad revelada por Jesús, el enviado, y cuya comprensión será progresiva, conforme a la asistencia de ese mismo Espíritu, del Paráclito.

La blasfemia contra el Espíritu Santo

     Podemos terminar esta breve presentación del Espíritu a través de los textos evangélicos con una última referencia que se da solo en los sinópticos y que tiene su origen en un texto de Marcos.
     Se trata de un reproche, en Marcos y Mateo (3,29 y 12,31s, respectivamente), que los adversarios de Jesús le dirigen bajo la acusación de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, el príncipe de todos ellos, y que Lucas ha desplazado a otro contexto (12,10). El pasaje, según la versión de Marcos, dice así:
     «Os aseguro que todo les será perdonado a los hombres: sus pecados y blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable» (3,28s).
     La clave para entender en qué consiste este pecado, esta blasfemia contra el Espíritu, nos la da el versículo siguiente:
     «Esto lo dijo Jesús porque ellos afirmaban que estaba poseído por un espíritu impuro» (3,30). Es decir, la blasfemia de sus adversarios consistía en sostener que todo cuanto Jesús decía y hacía procedía de un espíritu maligno, en concreto de Beelzebul, príncipe de los demonios. En síntesis, lo que se está jugando en este verso es el reconocimiento o no de la procedencia divina, por medio del Espíritu de Dios, de todas las acciones de Jesús. Las obras milagrosas que hacía eran signos de la llegada del reino de Dios a los creyentes, en cambio sus adversarios las rechazaban relacionándolas no con Dios sino con los poderes malignos.
     Esta acusación, como ya vimos en una ocasión, tuvo mucho peso entre los círculos judíos. Buen testimonio de ello es una referencia a Jesús en el Talmud de Babilonia, del siglo IV, donde se dice de él que «practicó la hechicería y sedujo a Israel».
     En el caso de Lucas, esta frase ha sido sacada de su contexto y aparece junto con otras en una serie de invitaciones de Jesús a permanecer fiel en momentos de dificultades (12,8-12). Está en el mismo pasaje en donde se exhorta a los discípulos a tener confianza, pues el Espíritu les enseñará lo que habrán de decir en esos momentos.

miércoles, 19 de junio de 2013

Jonás: el gran libro de la misericordia



JONÁS: EL GRAN LIBRO DE LA MISERICORDIA

Juan Antonio Mayoral
(del libro: Los rostros de Dios en la Biblia.
Teología bíblica para meditar [BAC 2012]) 

     Quizá pueda sorprender al lector que, frente a los grandes libros proféticos, nos interesemos por esta pequeña obra, que es de las más breves y, quizá por ello, de las más insignificantes, aparte de la imaginería que sobre ella ha desarrollado el mundo de las artes. Pero nada más lejos de la verdad. A pesar de su reducido texto (solo cuatro capítulos), este libro esconde en su interior una gran joya, incluso desde el punto de vista literario. Al respecto, el comentario a los profetas de L. Alonso Schökel y J. L. Sicre Díaz, anteriormente mencionado, dice de él: «El libro de Jonás es una obra maestra. Entre la serie de libros proféticos, escritos normalmente en verso, encontramos a este genial narrador que, salvo el vocabulario algo tardío, maneja la prosa como cualquiera de los mejores clásicos hebreos».
     La alusión al vocabulario tardío nos pone en la pista de una obra moderna cuyo autor ha retrotraído su trama con una intención claramente pedagógica. El que el libro, en el canon hebreo, aparezca entre las obras de los profetas del siglo viii a.C. nos dice ya que, al menos cuando este canon se formó (siglo i de nuestra era), se asociaba al protagonista con el profeta homónimo de 2 Re 14,25, cuyo ministerio se desarrolló en tiempos de Jeroboán II (786-746). A este profeta solo se le menciona aquí en toda la Biblia, en relación con una acción del rey: «Fue él quien recuperó el territorio fronterizo de Israel, desde la entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, conforme a la palabra que el Señor, Dios de Israel, había transmitido por medio de su siervo, el profeta Jonás, el hijo de Amitai, de Gat de Jéfer».
     Probablemente el autor de este libro escribiera su obra en época posexílica, dadas las evidentes dependencias literarias de Joel y Jeremías (mayor precisión es ya muy arriesgado), y se sirviera del marco histórico del siglo viii para ambientar, y con ello expresar mejor, la enseñanza que quería transmitir: Dios tiene en cuenta a todas las naciones, no solo a Israel, y con todas muestra su misericordia, incluso con aquellas cuyo pecado es inmenso.
     ¿Por qué podría interesarle retrotraer su historia a esta época? Porque nos coloca en un tiempo especialmente violento contra Israel, donde se fragua el estereotipo del enemigo por excelencia de Dios y de su pueblo: Asiria. Para el autor y su época, decir Asiria (o Nínive, su capital) es nombrar al terror más despiadado de cuantos se han conocido hasta entonces. Asiria representa el mal más absoluto, el delirio de la violencia y de la fuerza opresora; junto a sus ejércitos caminaban el terror y la devastación. Asiria es el opresor por antonomasia. Bástenos como ejemplo estas palabras con que el profeta Nahún se alegra de la destrucción que el Señor ha decretado contra su capital:
     
     ¡Ay de la ciudad sanguinaria, toda ella mentira,
     llena de rapiña, insaciable de botín!
     Ruido de látigo, estrépito de ruedas,
     galope de caballos, brincos de carros,
     asalto de caballería, brillo de espadas,
     fulgor de lanzas, heridos sin cuento,
     montones de muertos, cadáveres sin fin, tropiezan en cadáveres.
     Todo ello a causa de las muchas prostituciones
     de la prostituta bella y graciosa, experta en sortilegios,
     que arrastró a los pueblos en sus prostituciones,
     y a las gentes en sus brujerías (Nah 3,1-4).
     
     No olvidemos, además, que fue Asiria la que acabó con el reino de Israel en el año 722; si bien para los autores sagrados fue una decisión divina por los pecados del pueblo.
     Con estos datos podemos imaginar que si algún pueblo resultaba especialmente odioso para los israelitas era el asirio. ¡Sería indeseable e incluso impensable que Dios pudiera tener misericordia de sus gentes! Para ellas no cabría sino esperar y desear la justicia divina más vengativa (como vemos en toda la obra de Nahún).
     De un lado tenemos ya, para la trama de nuestro libro, el malo; y no un malo cualquiera: el peor que uno se pueda imaginar. Y como contrapunto un Dios bueno, el mejor, que no puede ser otro que el de Israel. Pues, aunque la escena se sitúe como decíamos en el siglo viii, el autor real y sus contemporáneos viven ya un momento en que el peligro de idolatría del pueblo ha quedado en un segundo plano. La fe israelita es claramente monoteísta y no cabe en su concepción del mundo otro dios que el único Señor de la creación y de la historia.
     Y entre el malo y el bueno del libro se encuentra, como entre dos aguas, Jonás, un personaje que representa a cualquier fiel creyente, israelita o cristiano, que reconoce al Señor como único Dios y sus proyectos como los únicamente válidos para la humanidad entera. Sus sentimientos son como los de cualquier persona normal: ama el bien y aborrece el mal y a los malos; no desea mezclarse con ellos y espera de Dios su justo castigo. La orden divina que un día recibe le resultará tan incomprensible y opuesta a sus expectativas que prefiere huir de Dios a seguir sus órdenes. ¿Acaso puede Dios pedir a sus creyentes algo que no se espera de él? Jonás así lo entiende y no parece dispuesto a aceptarlo. Y toma una decisión: si Dios quiere hacer lo que le pide, que cuente con otro, pero él se va. Pero dejemos que sea el propio libro quien nos lo cuente.

1. Una fuga inesperada
     

     Calificamos esta fuga como «inesperada» porque quién iba a esperar de un profeta que salga corriendo cuando Dios lo llama y le encarga una misión. Y en este caso no era por miedo, por lo arriesgado de lo que se le pide, sino por desaprobación; no está de acuerdo con el mensaje que debe proclamar. ¿Acaso abandonaron los profetas anteriores? Parece que a Amós no le agradaba mucho su misión, pero aún así reconoce que él debe cumplirla: «Ha rugido el león, ¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?» (Am 3,8). Las dificultades con que tropezó Jeremías también le hicieron mirar atrás y desear abandonar, pero no lo hizo, enfrentándose a todos los peligros (y muchos de ellos mortales); es paradigmático en este sentido su celebre texto de las confesiones:
     
     Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
     has sido más fuerte que yo y me has podido.
     He sido a diario el hazmerreír,
     todo el mundo se burlaba de mí.
     Cuando hablo, tengo que gritar,
     proclamar violencia y destrucción.
     La palabra del Señor me ha servido
     de oprobio y desprecio a diario.
     Pensé en olvidarme del asunto y dije:
     «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»;
     pero había en mis entrañas como fuego,
     algo ardiente encerrado en mis huesos.
     Yo intentaba sofocarlo, y no podía (Jer 20,7-9).
     
     Pero a Jonás nadie le va a perseguir, únicamente se le pide ir a una ciudad y anunciar el castigo divino sobre ella para intentar, de esta manera, que se convierta y Dios no la destruya. Y sin embargo, este mal profeta sale corriendo para no colaborar con Dios. ¿Por qué? La clave está en la ciudad a la que debe ir: Nínive; y la razón en lo que hemos recordado anteriormente. ¡Cómo contrasta esta actitud con el diálogo tan emotivo que vimos entre Abrahán y Dios en el que el patriarca intentaba convencer al Señor y evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra! (Gén 18,16-33) ¡Qué profeta más desalmado al que no le duelen las vidas de los ninivitas! Y es que estos argumentos pueden tocar nuestras conciencias pero, ciertamente, no la suya. Como se dijo, Asiria era sinónimo de terror, humillación, opresión… y no solo para Israel, sino también para muchos pueblos. Imaginémonos hoy al peor de los grupos terroristas, narcotraficantes o tratantes de personas y esclavos (que aún los hay); sobre cuyas espaldas no hay sino muertes de inocentes, familias rotas, explotación y violencia. Si fuéramos abogados, ¿nos gustaría participar en su defensa? Y si la ley, por oficio, nos obligase a ello, ¿no desearíamos salir corriendo por escrúpulos morales? O quizá yendo un poco más atrás, a los juicios contra los nazis después de la Segunda Guerra mundial, si fuéramos judíos o polacos, o miembros de uno de los grupos más castigados por su desaforado racismo, ¿aceptaríamos pedirles de buen grado su arrepentimiento y conversión para así salvar su vida de la horca? Pues de estos sentimientos quiere dotar al profeta el autor de nuestro libro. Y su reacción es, quizá, la más lógica de esperar, aunque a nosotros hoy nos pueda resultar «inesperada».
     Estamos tratando de descubrir en estos textos el rostro de Dios, y aquí chocamos con una de las dificultades mayores para descubrirlo, tanto en la Biblia como en la vida: nuestros pre-juicios (en el sentido más literal del término). Las ideas preconcebidas que tenemos sobre Dios y sobre las personas pueden no solo impedirnos ver el auténtico rostro divino, sino, lo que sería peor, desfigurarlo hasta el punto de hacer de su imagen una entelequia falseadora. En este sentido es grave la responsabilidad que el Concilio Vaticano II descarga en la propia Iglesia (en todo creyente, no solo en la institución) cuando analiza las causas del ateísmo contemporáneo:
     
     Quienes voluntariamente pretenden apartar de su conciencia a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, 19c).
     
     Grave es la responsabilidad del profeta, como grave es la de todo creyente que, por incapacidad, negligencia, desinterés o incluso oposición (como es el caso de Jonás) no transmite con sus palabras y obras la voluntad salvadora y misericordiosa de Dios. Cuando en la primera carta a Timoteo el apóstol Pablo exhorta a pedir por toda la humanidad, por sus reyes y demás autoridades (entre ellas las que los persiguen), da esta importante razón: «Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (2,3-5). Si Dios es uno, y único su mediador, su modo de actuar con toda la humanidad no puede ser otro que el mismo para todos. No puede tratar a unos pueblos con misericordia y a otros negársela. Pues, de hacerlo así, se parecería más a nosotros, que sí hacemos acepción de personas; pero, como el Señor mismo dijo por boca de Oseas: «Yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira» (11,9).
     Pero esto que san Pablo tenía tan claro, no le resulta fácil entenderlo a Jonás; quizá sí la misión universal del anuncio de Dios como único Señor de todos los pueblos; pero su misericordia con los opresores ya era pedir demasiado, y prefiere salir huyendo. Y no a cualquier parte; el narrador nos dice que «se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor» (1,3). La localización de Tarsis no está clara para muchos especialistas, pero sí es comúnmente aceptado que hace referencia a un territorio al otro extremo del Mediterráneo; es decir el profeta quiere poner el mar más grande conocido por entonces como distancia entre él y su Dios. Aquello debía sonar entonces como hoy ir a las antípodas. Sin embargo, su intento de fuga se ve frustrado, y no porque Dios lo siga, sino porque toda la naturaleza obedece a su creador y propicia sus planes.
     Estando ya Jonás embarcado, se desató de pronto una gran tempestad. Los expertos marineros se deshicieron de buena parte del lastre de la embarcación, con el fin de evitar que se fuera a pique. En contraste con el temor de los navegantes, Jonás dormía indolente en el fondo de la nave. Al percatarse de ello, los tripulantes lo despiertan y le piden que, como están haciendo todos, también él rece a su Dios para que los ayude y evite el naufragio. Pero no dieron buen resultado aquellas oraciones. Y es que por mucho que se rece a Dios, no puede evitarse lo que él decide; las oraciones no cambian su voluntad. El Señor se ha propuesto que Jonás vaya a Nínive e irá, aunque tenga que convencerlo de un modo poco ortodoxo.
     Al final se dice que los marineros echaron suertes sobre cuál de los allí presentes podría ser la causa de aquella tormenta (interpretada como fruto de la ira divina). Las suertes señalaron a Jonás, quien, interrogado, declaró ser hebreo y servir al «Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme» (1,9). Hemos de entender que todos los demás eran paganos; aún así estos hombres no quieren cometer un delito con él. Jonás les pide (como solución) que lo arrojen por la borda; pero ellos no aceptan de buen grado esta solución, y reman con todas sus fuerzas para llegar a tierra firme, sin conseguirlo. El peligro es ya tal que terminan aceptando la solución de Jonás, y lo arrojan al mar. La tempestad se calmó, con lo que los marineros reconocieron el poder del Dios de los hebreos y «le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos» (1,16).

2. Ahora sí, ya en Nínive
       
     Acogido por las profundidades marinas, Jonás fue engullido por un gran pez, en cuyo vientre estuvo «durante tres días con sus noches» (2,1). Desde las oscuras entrañas del animal elevó su súplica al Señor, pues para él no hay lugar tan escondido que no lo alcance su mirada. Esta oración está construida como un salmo típico, similar a los muchos que podemos encontrar en el Salterio: comienza con la exposición del peligro que ahoga al orante (su situación es angustiosa) y se concluye con una acción de gracias, que expresa la confianza de que el Señor escuchará y actuará en su favor. Como así sucedió: «Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra firme» (2,11).
     Sin duda, aunque el personaje es imaginario, el autor está expresando con su relato la experiencia de que se puede huir de Dios cuando, comprendida su voluntad, no queremos aceptarla. Pero, finalmente, si el creyente lo es de verdad, por muy lejos que huya de Dios, de esquivar su voluntad, acaba por ponerse a su disposición. O bien finalmente la evita, en cuyo caso ya no estaríamos hablando de un creyente de verdad, sino de alguien que ha renunciado a vivir lealmente su fe. Pero este ya no sería Jonás, que es el modelo que nos propone el relato. Es normal y comprensible para todo creyente no aceptar ni comprender siempre de buena gana los planes de Dios; pero es igualmente normal buscar, después del primer rechazo, el modo de vivir en obediencia. Jonás quiso huir lejos de Dios, pero debió sentir, como experiencia espiritual, aquellas palabras del salmista (a tener muy presentes en muchos momentos de la vida):
     
     ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada?
     Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
     si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
     allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.
     Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
     que la luz se haga noche en torno a mí»,
     ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día,
     la tiniebla es como luz para ti (Sal 139,7-12).
     
     La oración de Jonás en el vientre del pez terminaba así: «yo te daré gracias […] cumpliré mi promesa. La salvación viene del Señor» (2,11). Esta confesión de fe da a entender que su fuga no le ha alejado realmente de Dios, que quiere seguir a su lado, pues solo en él está la salvación.
     Y el Señor, que no ha abandonado al profeta a su suerte, a pesar de su incomprensión y su rechazo, le da otra oportunidad, y por segunda vez le dice: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré» (3,1). Y, aunque quizá de no muy buena gana (por lo que vemos al final del libro), Jonás termina yendo a Nínive. La descripción de la ciudad dibuja en la mente del lector una urbe colosal, tres días hacían falta para recorrerla. Por muy impreciso que sea este dato, tres días dan mucho de sí; especialmente para aquella gente habituada a caminar.
     Podría pensarse que estas dimensiones no se refieren solo a la ciudad en sí sino también a las más inmediatas, que, con la capital, formaban un amplio conjunto urbano. Pero esto es, más bien, querer salvar la literalidad del texto, cuando lo que tenemos delante es una parábola que exagera sus figuras simbólicas con intención de exponer más claramente su enseñanza. En este caso, lo que interesa es mostrar una ciudad enorme donde viven miles de hombres y animales, de los cuales el profeta, a pesar del número tan elevado de criaturas, no tendrá ninguna compasión por ellas. Cuanto más grande sea esta ciudad, mayor resulta el despropósito de Jonás. En todo caso, un razonamiento contrario no se sostendría con una aldea pequeña, recordemos sobre ello el diálogo antes aludido de Abrahán y Dios, sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra; cuya conclusión vendría a ser que Dios no las habría destruido si al menos hubiera encontrado allí diez personas justas (Gén 18,32). No es la cantidad lo más importante para Dios, pero la grandeza de Nínive y el elevado número de habitantes jugará un papel importante en este libro al final de su enseñanza, cuando la ciudad sea comparada con la ridiculez del ricino con que Jonás pretende sostener sus razonamientos ante Dios.
     Cuando Jonás llegó a Nínive comenzó a recorrerla al tiempo que anunciaba su mensaje: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada» (3,4). Más breve no puede ser. Las denuncias y amenazas de otros profetas llevan siempre unos razonamientos sobre las mismas; se concretan unos pecados (normalmente la idolatría y las injusticias sociales), se precisan unos castigos… pero Jonás no dice nada al respecto. Tal vez porque esto sea innecesario en este libro, donde lo que se está jugando es si Dios tiene misericordia o no de los perversos; no se valora una perversidad concreta, ni se la amenaza con un castigo determinado, este es general: la destrucción. Es decir, ¿barrerá el Señor a los paganos malvados o los perdonará si se convierten?
     Después de lo que hemos visto sobre el profeta cabe pensar que, a pesar de cumplir su misión, él deseaba sinceramente que los ninivitas no se convirtieran y toda la ciudad fuera así destruida. ¡Si está de Dios, bienvenido sea! (Esta expectativa nos la confirma el final del libro). Pero no fue así; «los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor» (3,5). Incluso, cuando la noticia de Jonás llegó al rey y a su corte, reaccionaron del mismo modo, y el monarca mandó proclamar: «Que hombres y animales se cubran con rudo sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!» (3,7-9).
     Estas palabras del rey encajarían bien en boca de cualquier fiel israelita, pero en la de un pagano resultan extrañas. No importa. El autor del libro ha pretendido un reconocimiento y una confesión de fe en el Dios único, con la que ha de identificarse el lector, para de este modo, si se acepta «teológicamente» este principio, en consecuencia, deberá aceptarse también lo que sigue después: «Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó» (3,10).
     El contenido de estos versos encarnan a la perfección la predicación de Ezequiel en Babilonia, si bien estaba pensada para los israelitas: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?» (18,23); y también: «Por mi vida —oráculo del Señor Dios— que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra perversa conducta. ¿Por qué os obstináis en morir, casa de Israel?» (33,11). Así, el autor de Jonás hace extensivo este anuncio y proceder del Dios de Israel con su pueblo también a las demás naciones, incluso a Nínive, es decir, representados en ella, a todos los opresores más desalmados que puedan conocerse. El castigo del Dios único es universal, como universal es igualmente su misericordia y su invitación a la conversión.

3. ¡Pobre ricino!
     
     El protagonismo del gran pez, o ballena, en este libro es universalmente conocido, incluso, quienes no hayan leído la Biblia se habrá encontrado alguna vez con esta imagen en obras pictóricas, escultóricas o literarias. Sin embargo, el humilde ricino, que tiene una enorme fuerza simbólica en el libro, pasa casi siempre inadvertido. Es verdad que tiene una vida efímera, pero descansa sobre su corta existencia toda la fuerza de la parábola del libro.
     Como avanzábamos anteriormente, la actitud del profeta ante la conversión de Nínive sorprende:
     
     Jonás se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: «¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir» (4,1-3).
     
     ¡Cómo es posible que este desagradecido profeta no se alegre del éxito de su misión y, además, se enfade porque Dios haya sido bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso con una ciudad tan grande, hasta el punto de decir que no le merece la pena vivir! ¡Qué descaro más grande, ojalá los profetas preexílicos hubieran tenido el mismo éxito y pudieran haber librado así a Israel de su desgracia! Sin duda se habrían alegrado enormemente.
     El autor del libro ha retratado con estos cuatro rasgos el mejor rostro de Dios que se puede trazar; pero no son originales suyos. De hecho, simplemente ha recordado una de las confesiones de fe más básicas del credo israelita, con que el propio Dios se hace presente a Moisés en el Sinaí: «El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación”» (Éx 34,5-7).
     Pero este enfado de Jonás no es propiamente suyo, sobre todo si tenemos en cuenta que el personaje es ficticio, su postura refleja es la de mucha gente (seguramente piadosa) de la época en que escribe nuestro autor.
     Según se dijo al comienzo del capítulo, el libro de Jonás es una obra posexílica, sin poder precisar con seguridad mucho más. Es conocido que en esta época se dio entre los israelitas una tendencia contraria a su integración con otros pueblos, a los que veían como impuros e indignos de la bendición divina. Probablemente, empujadas por la conciencia de que las idolatrías de estas naciones contaminaron la fe israelita hasta el punto de provocar el castigo de Dios, las autoridades hebreas del posexilio se cerraron en banda ante todo contacto con paganos. Este punto de vista se mantuvo firme aún en tiempos de Jesús, y todavía hoy permanece en muchos sectores ultraortodoxos del judaísmo moderno.
     La aversión por los pecadores es frecuente en contextos religiosos (también del cristianismo) que se consideran puros o, al menos, más dignos que otros de ser amados y perdonados por Dios. Es más, incluso, de poder reclamar de Dios un trato de favor en relación con otros correligionarios (no digamos ya de otras religiones, ateos o agnósticos). Este tipo de religiosidad queda muy bien reflejada en la parábola del fariseo y el publicano. Por su concisión la recordamos aquí entera:
     
     Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,9-14).
     
     Jonás se llenó de un orgullo religioso-nacionalista tal que no fue capaz de alegrarse por la salvación de quienes su conducta les abocaba a la destrucción. Dios estaba satisfecho con el resultado de la misión, había conseguido convertir y salvar a millares de vidas humanas; alegría y éxito que hubiera deseado compartir con su profeta; pero no pudo ser así: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?» (Jon 4,4).
     Pero el profeta estaba tan enfadado que ni siquiera respondió al Señor. Y nuevamente se alejó de él, «salió de la ciudad y se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver qué pasaba con la ciudad» (4,5). Profundamente enrabietado, quizá esperaba que al ver su indignación Dios cambiara de parecer y, finalmente, destruyera la ciudad. Tal vez por eso se quedó cerca y ver qué pasaba al final.
     Sin embargo Dios hizo otra cosa muy distinta, similar al primer rechazo del comienzo del libro, es decir, se las apañó para hacer recapacitar a su profeta. De la nada, como Señor que es de la creación, hizo surgir una planta de ricino; con la que Jonás pudo aliviar el sofocante calor que lo asfixiaba. «Jonás se alegró y se animó mucho con el ricino» (4,6). Y aquí viene la fuerza simbólica de esta humilde planta: «Pero Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase el ricino, que se secó» (4,7). Y por si era poco, «cuando salió el sol, hizo Dios que soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que desfallecía y se deseaba la muerte: “Más vale morir que vivir”, decía» (4,8). Es la segunda vez que Jonás se lamenta por su vida, prefiriendo la muerte. Y llegado a esta situación extrema es cuando el Señor aprovecha para darle su lección, que es, a su vez, la de todo el libro:
     
     Dios dijo entonces a Jonás:
     —¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?
     Él contestó:
     —Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto de muerte.
     Dios repuso:
     —Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales? (4,9-11).
     
     El Creador muestra su rostro más entrañable, misericordioso y compasivo con todas sus criaturas, también por las de malvada conducta. Él las ha creado a todas y vela cuidadosamente por ellas. Incluso ve en la maldad de los ninivitas una disculpa: «no distinguen la derecha de la izquierda». Es decir, su ignorancia del bien y del mal es tan grande que ello les lleva a no saber elegir y equivocarse. La grandeza de Dios se revela en su capacidad pedagógica, en sus acciones correctoras, no en su potencial destructor. Y así ha de ser la forma de actuar de sus creyentes, la de sus profetas, la de Jonás. Recordamos en este momento las palabras de Jesús en su agonía en la cruz. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 33,34); y también en este mismo evangelio su recriminación a quienes optaban por actitudes violentas frente a los que lo rechazaban: «Envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron […] Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea» (Lc 9,52-56).
     El libro de Jonás termina con una pregunta de Dios que el autor deja sin respuesta. Probablemente porque la quiere abierta, a la espera de que cada lector ofrezca la suya propia. La parábola que envuelve toda la obra es en sí un gran espejo donde, en el rostro de Jonás, cada lector puede verse reflejado; y en el del Señor, su propia concepción de Dios. Hoy diríamos que es un libro «interactivo», en el que el lector no es un espectador, sino un actor que, metido también en la trama, debe posicionarse bien con el profeta bien con Dios, y llevar a su propia vida la respuesta que se le está pidiendo.
     Acabamos las reflexiones de este capítulo con un texto bíblico ya muy moderno y en plena armonía con lo que estamos diciendo:
     
     Tú siempre puedes desplegar tu gran poder.
     ¿Quién puede resistir la fuerza de tu brazo?
     Porque el mundo entero es ante ti como un gramo en la balanza,
     como gota de rocío mañanero sobre la tierra.
     Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes
     y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan.
     Amas a todos los seres
     y no aborreces nada de lo que hiciste;
     pues, si odiaras algo, no lo habrías creado.
     ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?,
     o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado?
     Pero tú eres indulgente con todas las cosas,
     porque son tuyas, Señor, amigo de la vida.
     Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas.
     Por eso corriges poco a poco a los que caen,
     los reprendes y les recuerdas su pecado,
     para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor (Sab 11,21-12,2).
     
     
          [Si te gustó esta reflexión puedes ver sobre el libro de Rut: aquí]