miércoles, 19 de junio de 2013

Jonás: el gran libro de la misericordia



JONÁS: EL GRAN LIBRO DE LA MISERICORDIA

Juan Antonio Mayoral
(del libro: Los rostros de Dios en la Biblia.
Teología bíblica para meditar [BAC 2012]) 

     Quizá pueda sorprender al lector que, frente a los grandes libros proféticos, nos interesemos por esta pequeña obra, que es de las más breves y, quizá por ello, de las más insignificantes, aparte de la imaginería que sobre ella ha desarrollado el mundo de las artes. Pero nada más lejos de la verdad. A pesar de su reducido texto (solo cuatro capítulos), este libro esconde en su interior una gran joya, incluso desde el punto de vista literario. Al respecto, el comentario a los profetas de L. Alonso Schökel y J. L. Sicre Díaz, anteriormente mencionado, dice de él: «El libro de Jonás es una obra maestra. Entre la serie de libros proféticos, escritos normalmente en verso, encontramos a este genial narrador que, salvo el vocabulario algo tardío, maneja la prosa como cualquiera de los mejores clásicos hebreos».
     La alusión al vocabulario tardío nos pone en la pista de una obra moderna cuyo autor ha retrotraído su trama con una intención claramente pedagógica. El que el libro, en el canon hebreo, aparezca entre las obras de los profetas del siglo viii a.C. nos dice ya que, al menos cuando este canon se formó (siglo i de nuestra era), se asociaba al protagonista con el profeta homónimo de 2 Re 14,25, cuyo ministerio se desarrolló en tiempos de Jeroboán II (786-746). A este profeta solo se le menciona aquí en toda la Biblia, en relación con una acción del rey: «Fue él quien recuperó el territorio fronterizo de Israel, desde la entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, conforme a la palabra que el Señor, Dios de Israel, había transmitido por medio de su siervo, el profeta Jonás, el hijo de Amitai, de Gat de Jéfer».
     Probablemente el autor de este libro escribiera su obra en época posexílica, dadas las evidentes dependencias literarias de Joel y Jeremías (mayor precisión es ya muy arriesgado), y se sirviera del marco histórico del siglo viii para ambientar, y con ello expresar mejor, la enseñanza que quería transmitir: Dios tiene en cuenta a todas las naciones, no solo a Israel, y con todas muestra su misericordia, incluso con aquellas cuyo pecado es inmenso.
     ¿Por qué podría interesarle retrotraer su historia a esta época? Porque nos coloca en un tiempo especialmente violento contra Israel, donde se fragua el estereotipo del enemigo por excelencia de Dios y de su pueblo: Asiria. Para el autor y su época, decir Asiria (o Nínive, su capital) es nombrar al terror más despiadado de cuantos se han conocido hasta entonces. Asiria representa el mal más absoluto, el delirio de la violencia y de la fuerza opresora; junto a sus ejércitos caminaban el terror y la devastación. Asiria es el opresor por antonomasia. Bástenos como ejemplo estas palabras con que el profeta Nahún se alegra de la destrucción que el Señor ha decretado contra su capital:
     
     ¡Ay de la ciudad sanguinaria, toda ella mentira,
     llena de rapiña, insaciable de botín!
     Ruido de látigo, estrépito de ruedas,
     galope de caballos, brincos de carros,
     asalto de caballería, brillo de espadas,
     fulgor de lanzas, heridos sin cuento,
     montones de muertos, cadáveres sin fin, tropiezan en cadáveres.
     Todo ello a causa de las muchas prostituciones
     de la prostituta bella y graciosa, experta en sortilegios,
     que arrastró a los pueblos en sus prostituciones,
     y a las gentes en sus brujerías (Nah 3,1-4).
     
     No olvidemos, además, que fue Asiria la que acabó con el reino de Israel en el año 722; si bien para los autores sagrados fue una decisión divina por los pecados del pueblo.
     Con estos datos podemos imaginar que si algún pueblo resultaba especialmente odioso para los israelitas era el asirio. ¡Sería indeseable e incluso impensable que Dios pudiera tener misericordia de sus gentes! Para ellas no cabría sino esperar y desear la justicia divina más vengativa (como vemos en toda la obra de Nahún).
     De un lado tenemos ya, para la trama de nuestro libro, el malo; y no un malo cualquiera: el peor que uno se pueda imaginar. Y como contrapunto un Dios bueno, el mejor, que no puede ser otro que el de Israel. Pues, aunque la escena se sitúe como decíamos en el siglo viii, el autor real y sus contemporáneos viven ya un momento en que el peligro de idolatría del pueblo ha quedado en un segundo plano. La fe israelita es claramente monoteísta y no cabe en su concepción del mundo otro dios que el único Señor de la creación y de la historia.
     Y entre el malo y el bueno del libro se encuentra, como entre dos aguas, Jonás, un personaje que representa a cualquier fiel creyente, israelita o cristiano, que reconoce al Señor como único Dios y sus proyectos como los únicamente válidos para la humanidad entera. Sus sentimientos son como los de cualquier persona normal: ama el bien y aborrece el mal y a los malos; no desea mezclarse con ellos y espera de Dios su justo castigo. La orden divina que un día recibe le resultará tan incomprensible y opuesta a sus expectativas que prefiere huir de Dios a seguir sus órdenes. ¿Acaso puede Dios pedir a sus creyentes algo que no se espera de él? Jonás así lo entiende y no parece dispuesto a aceptarlo. Y toma una decisión: si Dios quiere hacer lo que le pide, que cuente con otro, pero él se va. Pero dejemos que sea el propio libro quien nos lo cuente.

1. Una fuga inesperada
     

     Calificamos esta fuga como «inesperada» porque quién iba a esperar de un profeta que salga corriendo cuando Dios lo llama y le encarga una misión. Y en este caso no era por miedo, por lo arriesgado de lo que se le pide, sino por desaprobación; no está de acuerdo con el mensaje que debe proclamar. ¿Acaso abandonaron los profetas anteriores? Parece que a Amós no le agradaba mucho su misión, pero aún así reconoce que él debe cumplirla: «Ha rugido el león, ¿quién no temerá? El Señor Dios ha hablado, ¿quién no profetizará?» (Am 3,8). Las dificultades con que tropezó Jeremías también le hicieron mirar atrás y desear abandonar, pero no lo hizo, enfrentándose a todos los peligros (y muchos de ellos mortales); es paradigmático en este sentido su celebre texto de las confesiones:
     
     Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
     has sido más fuerte que yo y me has podido.
     He sido a diario el hazmerreír,
     todo el mundo se burlaba de mí.
     Cuando hablo, tengo que gritar,
     proclamar violencia y destrucción.
     La palabra del Señor me ha servido
     de oprobio y desprecio a diario.
     Pensé en olvidarme del asunto y dije:
     «No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»;
     pero había en mis entrañas como fuego,
     algo ardiente encerrado en mis huesos.
     Yo intentaba sofocarlo, y no podía (Jer 20,7-9).
     
     Pero a Jonás nadie le va a perseguir, únicamente se le pide ir a una ciudad y anunciar el castigo divino sobre ella para intentar, de esta manera, que se convierta y Dios no la destruya. Y sin embargo, este mal profeta sale corriendo para no colaborar con Dios. ¿Por qué? La clave está en la ciudad a la que debe ir: Nínive; y la razón en lo que hemos recordado anteriormente. ¡Cómo contrasta esta actitud con el diálogo tan emotivo que vimos entre Abrahán y Dios en el que el patriarca intentaba convencer al Señor y evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra! (Gén 18,16-33) ¡Qué profeta más desalmado al que no le duelen las vidas de los ninivitas! Y es que estos argumentos pueden tocar nuestras conciencias pero, ciertamente, no la suya. Como se dijo, Asiria era sinónimo de terror, humillación, opresión… y no solo para Israel, sino también para muchos pueblos. Imaginémonos hoy al peor de los grupos terroristas, narcotraficantes o tratantes de personas y esclavos (que aún los hay); sobre cuyas espaldas no hay sino muertes de inocentes, familias rotas, explotación y violencia. Si fuéramos abogados, ¿nos gustaría participar en su defensa? Y si la ley, por oficio, nos obligase a ello, ¿no desearíamos salir corriendo por escrúpulos morales? O quizá yendo un poco más atrás, a los juicios contra los nazis después de la Segunda Guerra mundial, si fuéramos judíos o polacos, o miembros de uno de los grupos más castigados por su desaforado racismo, ¿aceptaríamos pedirles de buen grado su arrepentimiento y conversión para así salvar su vida de la horca? Pues de estos sentimientos quiere dotar al profeta el autor de nuestro libro. Y su reacción es, quizá, la más lógica de esperar, aunque a nosotros hoy nos pueda resultar «inesperada».
     Estamos tratando de descubrir en estos textos el rostro de Dios, y aquí chocamos con una de las dificultades mayores para descubrirlo, tanto en la Biblia como en la vida: nuestros pre-juicios (en el sentido más literal del término). Las ideas preconcebidas que tenemos sobre Dios y sobre las personas pueden no solo impedirnos ver el auténtico rostro divino, sino, lo que sería peor, desfigurarlo hasta el punto de hacer de su imagen una entelequia falseadora. En este sentido es grave la responsabilidad que el Concilio Vaticano II descarga en la propia Iglesia (en todo creyente, no solo en la institución) cuando analiza las causas del ateísmo contemporáneo:
     
     Quienes voluntariamente pretenden apartar de su conciencia a Dios y soslayar las cuestiones religiosas, desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa. Sin embargo, también los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión (Gaudium et spes, 19c).
     
     Grave es la responsabilidad del profeta, como grave es la de todo creyente que, por incapacidad, negligencia, desinterés o incluso oposición (como es el caso de Jonás) no transmite con sus palabras y obras la voluntad salvadora y misericordiosa de Dios. Cuando en la primera carta a Timoteo el apóstol Pablo exhorta a pedir por toda la humanidad, por sus reyes y demás autoridades (entre ellas las que los persiguen), da esta importante razón: «Esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Pues Dios es uno, y único también el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús» (2,3-5). Si Dios es uno, y único su mediador, su modo de actuar con toda la humanidad no puede ser otro que el mismo para todos. No puede tratar a unos pueblos con misericordia y a otros negársela. Pues, de hacerlo así, se parecería más a nosotros, que sí hacemos acepción de personas; pero, como el Señor mismo dijo por boca de Oseas: «Yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira» (11,9).
     Pero esto que san Pablo tenía tan claro, no le resulta fácil entenderlo a Jonás; quizá sí la misión universal del anuncio de Dios como único Señor de todos los pueblos; pero su misericordia con los opresores ya era pedir demasiado, y prefiere salir huyendo. Y no a cualquier parte; el narrador nos dice que «se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor» (1,3). La localización de Tarsis no está clara para muchos especialistas, pero sí es comúnmente aceptado que hace referencia a un territorio al otro extremo del Mediterráneo; es decir el profeta quiere poner el mar más grande conocido por entonces como distancia entre él y su Dios. Aquello debía sonar entonces como hoy ir a las antípodas. Sin embargo, su intento de fuga se ve frustrado, y no porque Dios lo siga, sino porque toda la naturaleza obedece a su creador y propicia sus planes.
     Estando ya Jonás embarcado, se desató de pronto una gran tempestad. Los expertos marineros se deshicieron de buena parte del lastre de la embarcación, con el fin de evitar que se fuera a pique. En contraste con el temor de los navegantes, Jonás dormía indolente en el fondo de la nave. Al percatarse de ello, los tripulantes lo despiertan y le piden que, como están haciendo todos, también él rece a su Dios para que los ayude y evite el naufragio. Pero no dieron buen resultado aquellas oraciones. Y es que por mucho que se rece a Dios, no puede evitarse lo que él decide; las oraciones no cambian su voluntad. El Señor se ha propuesto que Jonás vaya a Nínive e irá, aunque tenga que convencerlo de un modo poco ortodoxo.
     Al final se dice que los marineros echaron suertes sobre cuál de los allí presentes podría ser la causa de aquella tormenta (interpretada como fruto de la ira divina). Las suertes señalaron a Jonás, quien, interrogado, declaró ser hebreo y servir al «Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme» (1,9). Hemos de entender que todos los demás eran paganos; aún así estos hombres no quieren cometer un delito con él. Jonás les pide (como solución) que lo arrojen por la borda; pero ellos no aceptan de buen grado esta solución, y reman con todas sus fuerzas para llegar a tierra firme, sin conseguirlo. El peligro es ya tal que terminan aceptando la solución de Jonás, y lo arrojan al mar. La tempestad se calmó, con lo que los marineros reconocieron el poder del Dios de los hebreos y «le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos» (1,16).

2. Ahora sí, ya en Nínive
       
     Acogido por las profundidades marinas, Jonás fue engullido por un gran pez, en cuyo vientre estuvo «durante tres días con sus noches» (2,1). Desde las oscuras entrañas del animal elevó su súplica al Señor, pues para él no hay lugar tan escondido que no lo alcance su mirada. Esta oración está construida como un salmo típico, similar a los muchos que podemos encontrar en el Salterio: comienza con la exposición del peligro que ahoga al orante (su situación es angustiosa) y se concluye con una acción de gracias, que expresa la confianza de que el Señor escuchará y actuará en su favor. Como así sucedió: «Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra firme» (2,11).
     Sin duda, aunque el personaje es imaginario, el autor está expresando con su relato la experiencia de que se puede huir de Dios cuando, comprendida su voluntad, no queremos aceptarla. Pero, finalmente, si el creyente lo es de verdad, por muy lejos que huya de Dios, de esquivar su voluntad, acaba por ponerse a su disposición. O bien finalmente la evita, en cuyo caso ya no estaríamos hablando de un creyente de verdad, sino de alguien que ha renunciado a vivir lealmente su fe. Pero este ya no sería Jonás, que es el modelo que nos propone el relato. Es normal y comprensible para todo creyente no aceptar ni comprender siempre de buena gana los planes de Dios; pero es igualmente normal buscar, después del primer rechazo, el modo de vivir en obediencia. Jonás quiso huir lejos de Dios, pero debió sentir, como experiencia espiritual, aquellas palabras del salmista (a tener muy presentes en muchos momentos de la vida):
     
     ¿Adónde iré lejos de tu aliento, adónde escaparé de tu mirada?
     Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;
     si vuelo hasta el margen de la aurora, si emigro hasta el confín del mar,
     allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu derecha.
     Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,
     que la luz se haga noche en torno a mí»,
     ni la tiniebla es oscura para ti, la noche es clara como el día,
     la tiniebla es como luz para ti (Sal 139,7-12).
     
     La oración de Jonás en el vientre del pez terminaba así: «yo te daré gracias […] cumpliré mi promesa. La salvación viene del Señor» (2,11). Esta confesión de fe da a entender que su fuga no le ha alejado realmente de Dios, que quiere seguir a su lado, pues solo en él está la salvación.
     Y el Señor, que no ha abandonado al profeta a su suerte, a pesar de su incomprensión y su rechazo, le da otra oportunidad, y por segunda vez le dice: «Ponte en marcha y ve a la gran ciudad de Nínive; allí les anunciarás el mensaje que yo te comunicaré» (3,1). Y, aunque quizá de no muy buena gana (por lo que vemos al final del libro), Jonás termina yendo a Nínive. La descripción de la ciudad dibuja en la mente del lector una urbe colosal, tres días hacían falta para recorrerla. Por muy impreciso que sea este dato, tres días dan mucho de sí; especialmente para aquella gente habituada a caminar.
     Podría pensarse que estas dimensiones no se refieren solo a la ciudad en sí sino también a las más inmediatas, que, con la capital, formaban un amplio conjunto urbano. Pero esto es, más bien, querer salvar la literalidad del texto, cuando lo que tenemos delante es una parábola que exagera sus figuras simbólicas con intención de exponer más claramente su enseñanza. En este caso, lo que interesa es mostrar una ciudad enorme donde viven miles de hombres y animales, de los cuales el profeta, a pesar del número tan elevado de criaturas, no tendrá ninguna compasión por ellas. Cuanto más grande sea esta ciudad, mayor resulta el despropósito de Jonás. En todo caso, un razonamiento contrario no se sostendría con una aldea pequeña, recordemos sobre ello el diálogo antes aludido de Abrahán y Dios, sobre la destrucción de Sodoma y Gomorra; cuya conclusión vendría a ser que Dios no las habría destruido si al menos hubiera encontrado allí diez personas justas (Gén 18,32). No es la cantidad lo más importante para Dios, pero la grandeza de Nínive y el elevado número de habitantes jugará un papel importante en este libro al final de su enseñanza, cuando la ciudad sea comparada con la ridiculez del ricino con que Jonás pretende sostener sus razonamientos ante Dios.
     Cuando Jonás llegó a Nínive comenzó a recorrerla al tiempo que anunciaba su mensaje: «Dentro de cuarenta días, Nínive será arrasada» (3,4). Más breve no puede ser. Las denuncias y amenazas de otros profetas llevan siempre unos razonamientos sobre las mismas; se concretan unos pecados (normalmente la idolatría y las injusticias sociales), se precisan unos castigos… pero Jonás no dice nada al respecto. Tal vez porque esto sea innecesario en este libro, donde lo que se está jugando es si Dios tiene misericordia o no de los perversos; no se valora una perversidad concreta, ni se la amenaza con un castigo determinado, este es general: la destrucción. Es decir, ¿barrerá el Señor a los paganos malvados o los perdonará si se convierten?
     Después de lo que hemos visto sobre el profeta cabe pensar que, a pesar de cumplir su misión, él deseaba sinceramente que los ninivitas no se convirtieran y toda la ciudad fuera así destruida. ¡Si está de Dios, bienvenido sea! (Esta expectativa nos la confirma el final del libro). Pero no fue así; «los ninivitas creyeron en Dios, proclamaron un ayuno y se vistieron con rudo sayal, desde el más importante al menor» (3,5). Incluso, cuando la noticia de Jonás llegó al rey y a su corte, reaccionaron del mismo modo, y el monarca mandó proclamar: «Que hombres y animales se cubran con rudo sayal e invoquen a Dios con ardor. Que cada cual se convierta de su mal camino y abandone la violencia. ¡Quién sabe si Dios cambiará y se compadecerá, se arrepentirá de su violenta ira y no nos destruirá!» (3,7-9).
     Estas palabras del rey encajarían bien en boca de cualquier fiel israelita, pero en la de un pagano resultan extrañas. No importa. El autor del libro ha pretendido un reconocimiento y una confesión de fe en el Dios único, con la que ha de identificarse el lector, para de este modo, si se acepta «teológicamente» este principio, en consecuencia, deberá aceptarse también lo que sigue después: «Vio Dios su comportamiento, cómo habían abandonado el mal camino, y se arrepintió de la desgracia que había determinado enviarles. Así que no la ejecutó» (3,10).
     El contenido de estos versos encarnan a la perfección la predicación de Ezequiel en Babilonia, si bien estaba pensada para los israelitas: «¿Acaso quiero yo la muerte del malvado —oráculo del Señor Dios—, y no que se convierta de su conducta y viva?» (18,23); y también: «Por mi vida —oráculo del Señor Dios— que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva. Convertíos, convertíos de vuestra perversa conducta. ¿Por qué os obstináis en morir, casa de Israel?» (33,11). Así, el autor de Jonás hace extensivo este anuncio y proceder del Dios de Israel con su pueblo también a las demás naciones, incluso a Nínive, es decir, representados en ella, a todos los opresores más desalmados que puedan conocerse. El castigo del Dios único es universal, como universal es igualmente su misericordia y su invitación a la conversión.

3. ¡Pobre ricino!
     
     El protagonismo del gran pez, o ballena, en este libro es universalmente conocido, incluso, quienes no hayan leído la Biblia se habrá encontrado alguna vez con esta imagen en obras pictóricas, escultóricas o literarias. Sin embargo, el humilde ricino, que tiene una enorme fuerza simbólica en el libro, pasa casi siempre inadvertido. Es verdad que tiene una vida efímera, pero descansa sobre su corta existencia toda la fuerza de la parábola del libro.
     Como avanzábamos anteriormente, la actitud del profeta ante la conversión de Nínive sorprende:
     
     Jonás se disgustó y se indignó profundamente. Y rezó al Señor en estos términos: «¿No lo decía yo, Señor, cuando estaba en mi tierra? Por eso intenté escapar a Tarsis, pues bien sé que eres un Dios bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso, que te arrepientes del mal. Así que, Señor, toma mi vida, pues vale más morir que vivir» (4,1-3).
     
     ¡Cómo es posible que este desagradecido profeta no se alegre del éxito de su misión y, además, se enfade porque Dios haya sido bondadoso, compasivo, paciente y misericordioso con una ciudad tan grande, hasta el punto de decir que no le merece la pena vivir! ¡Qué descaro más grande, ojalá los profetas preexílicos hubieran tenido el mismo éxito y pudieran haber librado así a Israel de su desgracia! Sin duda se habrían alegrado enormemente.
     El autor del libro ha retratado con estos cuatro rasgos el mejor rostro de Dios que se puede trazar; pero no son originales suyos. De hecho, simplemente ha recordado una de las confesiones de fe más básicas del credo israelita, con que el propio Dios se hace presente a Moisés en el Sinaí: «El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación”» (Éx 34,5-7).
     Pero este enfado de Jonás no es propiamente suyo, sobre todo si tenemos en cuenta que el personaje es ficticio, su postura refleja es la de mucha gente (seguramente piadosa) de la época en que escribe nuestro autor.
     Según se dijo al comienzo del capítulo, el libro de Jonás es una obra posexílica, sin poder precisar con seguridad mucho más. Es conocido que en esta época se dio entre los israelitas una tendencia contraria a su integración con otros pueblos, a los que veían como impuros e indignos de la bendición divina. Probablemente, empujadas por la conciencia de que las idolatrías de estas naciones contaminaron la fe israelita hasta el punto de provocar el castigo de Dios, las autoridades hebreas del posexilio se cerraron en banda ante todo contacto con paganos. Este punto de vista se mantuvo firme aún en tiempos de Jesús, y todavía hoy permanece en muchos sectores ultraortodoxos del judaísmo moderno.
     La aversión por los pecadores es frecuente en contextos religiosos (también del cristianismo) que se consideran puros o, al menos, más dignos que otros de ser amados y perdonados por Dios. Es más, incluso, de poder reclamar de Dios un trato de favor en relación con otros correligionarios (no digamos ya de otras religiones, ateos o agnósticos). Este tipo de religiosidad queda muy bien reflejada en la parábola del fariseo y el publicano. Por su concisión la recordamos aquí entera:
     
     Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (Lc 18,9-14).
     
     Jonás se llenó de un orgullo religioso-nacionalista tal que no fue capaz de alegrarse por la salvación de quienes su conducta les abocaba a la destrucción. Dios estaba satisfecho con el resultado de la misión, había conseguido convertir y salvar a millares de vidas humanas; alegría y éxito que hubiera deseado compartir con su profeta; pero no pudo ser así: «¿Por qué tienes ese disgusto tan grande?» (Jon 4,4).
     Pero el profeta estaba tan enfadado que ni siquiera respondió al Señor. Y nuevamente se alejó de él, «salió de la ciudad y se instaló al oriente. Armó una choza y se quedó allí, a su sombra, hasta ver qué pasaba con la ciudad» (4,5). Profundamente enrabietado, quizá esperaba que al ver su indignación Dios cambiara de parecer y, finalmente, destruyera la ciudad. Tal vez por eso se quedó cerca y ver qué pasaba al final.
     Sin embargo Dios hizo otra cosa muy distinta, similar al primer rechazo del comienzo del libro, es decir, se las apañó para hacer recapacitar a su profeta. De la nada, como Señor que es de la creación, hizo surgir una planta de ricino; con la que Jonás pudo aliviar el sofocante calor que lo asfixiaba. «Jonás se alegró y se animó mucho con el ricino» (4,6). Y aquí viene la fuerza simbólica de esta humilde planta: «Pero Dios hizo que, al día siguiente, al rayar el alba, un gusano atacase el ricino, que se secó» (4,7). Y por si era poco, «cuando salió el sol, hizo Dios que soplase un recio viento solano; el sol pegaba en la cabeza de Jonás, que desfallecía y se deseaba la muerte: “Más vale morir que vivir”, decía» (4,8). Es la segunda vez que Jonás se lamenta por su vida, prefiriendo la muerte. Y llegado a esta situación extrema es cuando el Señor aprovecha para darle su lección, que es, a su vez, la de todo el libro:
     
     Dios dijo entonces a Jonás:
     —¿Por qué tienes ese disgusto tan grande por lo del ricino?
     Él contestó:
     —Lo tengo con toda razón. Y es un disgusto de muerte.
     Dios repuso:
     —Tú te compadeces del ricino, que ni cuidaste ni ayudaste a crecer, que en una noche surgió y en otra desapareció, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad, donde hay más de ciento veinte mil personas, que no distinguen la derecha de la izquierda, y muchísimos animales? (4,9-11).
     
     El Creador muestra su rostro más entrañable, misericordioso y compasivo con todas sus criaturas, también por las de malvada conducta. Él las ha creado a todas y vela cuidadosamente por ellas. Incluso ve en la maldad de los ninivitas una disculpa: «no distinguen la derecha de la izquierda». Es decir, su ignorancia del bien y del mal es tan grande que ello les lleva a no saber elegir y equivocarse. La grandeza de Dios se revela en su capacidad pedagógica, en sus acciones correctoras, no en su potencial destructor. Y así ha de ser la forma de actuar de sus creyentes, la de sus profetas, la de Jonás. Recordamos en este momento las palabras de Jesús en su agonía en la cruz. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 33,34); y también en este mismo evangelio su recriminación a quienes optaban por actitudes violentas frente a los que lo rechazaban: «Envió mensajeros delante de él. Puestos en camino, entraron en una aldea de samaritanos para hacer los preparativos. Pero no lo recibieron […] Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le dijeron: “Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo que acabe con ellos?”. Él se volvió y los regañó. Y se encaminaron hacia otra aldea» (Lc 9,52-56).
     El libro de Jonás termina con una pregunta de Dios que el autor deja sin respuesta. Probablemente porque la quiere abierta, a la espera de que cada lector ofrezca la suya propia. La parábola que envuelve toda la obra es en sí un gran espejo donde, en el rostro de Jonás, cada lector puede verse reflejado; y en el del Señor, su propia concepción de Dios. Hoy diríamos que es un libro «interactivo», en el que el lector no es un espectador, sino un actor que, metido también en la trama, debe posicionarse bien con el profeta bien con Dios, y llevar a su propia vida la respuesta que se le está pidiendo.
     Acabamos las reflexiones de este capítulo con un texto bíblico ya muy moderno y en plena armonía con lo que estamos diciendo:
     
     Tú siempre puedes desplegar tu gran poder.
     ¿Quién puede resistir la fuerza de tu brazo?
     Porque el mundo entero es ante ti como un gramo en la balanza,
     como gota de rocío mañanero sobre la tierra.
     Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes
     y pasas por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan.
     Amas a todos los seres
     y no aborreces nada de lo que hiciste;
     pues, si odiaras algo, no lo habrías creado.
     ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras?,
     o ¿cómo se conservaría, si tú no lo hubieras llamado?
     Pero tú eres indulgente con todas las cosas,
     porque son tuyas, Señor, amigo de la vida.
     Pues tu soplo incorruptible está en todas ellas.
     Por eso corriges poco a poco a los que caen,
     los reprendes y les recuerdas su pecado,
     para que, apartándose del mal, crean en ti, Señor (Sab 11,21-12,2).
     
     
          [Si te gustó esta reflexión puedes ver sobre el libro de Rut: aquí]