1. Los relatos de la infancia
Los cuatro evangelios que la tradición de la Iglesia, ya desde muy
antiguo (s. II), consideró como canónicos, es decir, normativos para la fe de
los cristianos, responden a cuatro visiones diferentes (no opuestas, sino
complementarias) de la persona y misión de Jesús. El material recogido en ellos
responde no a un interés biográfico por el personaje central sino por su
significado religioso ante Dios y ante la humanidad. Esto nos permite observar
en ellos una doble evolución: Por una parte la determinada por la distribución “sistemática” del material recogido, y por
otra la organización “cronológica”.
La distribución sistemática
de los evangelios se refiere al orden en que se fueron gestando cada uno de
ellos; atendiendo en primer lugar a los significados teológicos más importantes
de la vida de Jesús, para pasar posteriormente (con el paso del tiempo) a los
otros más secundarios. (Secundarios no siempre en el sentido de menor
importancia, sino, sobre todo, en el de dependientes de otros más básicos o
primarios.)
La organización cronológica
hace referencia a la disposición última de los materiales, que se ordenaron
definitivamente en los relatos evangélicos siguiendo un orden cronológico, como
es natural, partiendo del comienzo de la vida de Jesús hasta concluir con su
muerte y resurrección.
Pero, mientras los
evangelios se iban gestando, los criterios de selección de los materiales era
el teológico, y no el cronológico. Así observamos que el núcleo temático que
originó los relatos que hoy conocemos como evangelios fue la muerte y
resurrección de Jesús. En torno a él se añadieron otros relatos, llamémoslos
secundarios, es decir, dependientes en su significado teológico del primero y
principal: el acontecimiento pascual. Los últimos materiales que se
incorporaron a los relatos evangélicos, y que responden a una preocupación más
tardía en la reflexión cristiana de Jesucristo, fueron los relatos de su
infancia. Y que aparecen en primer lugar porque, como hemos señalado, la
redacción definitiva de los evangelios se estructuró conforme a un criterio
cronológico-biográfico.
Por esta razón que acabamos
de exponer se explica fácilmente que el evangelio de Marcos, considerado
comúnmente como el más antiguo, carezca de referencia alguna al nacimiento y la
infancia de Jesús. Pues, cuando se terminó de componer, aún no había surgido en
la comunidad del evangelista esta preocupación por sus orígenes. Y que cuando
se escribe el evangelio más tardío, el de Juan, este interés no se centre ya,
como en los casos de Mateo y Lucas, algo más antiguos, en el origen terreno de
Jesús, en su concepción, sino que vaya más aún allá en el tiempo y se remonte
hasta su preexistencia junto al Padre desde el origen de los tiempos.
2. )Cómo comprender los relatos de la infancia?
Estos relatos, como el resto de los que forman los evangelios y, en
general, todos los escritos bíblicos, pueden leerse desde claves diferentes:
histórica, literaria, teológica... Todas ellas son válidas, pero no todas
expresan la “verdad” que los autores nos han intentado transmitir. Por ejemplo,
si los evangelistas tuvieran la pretensión de ser historiadores, habría que
tomar al pie de la letra los datos históricos que nos ofrecen. Pero no son
historiadores, son teólogos. Y por tanto lo que ellos nos quieren dar a
entender es una “verdad teológica”. A qué primera conclusión nos lleva esta
afirmación: A que los relatos de la infancia no nos cuentan cómo transcurrieron
los primeros años del niño Jesús, sino qué afirmaba la comunidad cristiana de
Jesucristo, muerto y resucitado (no perdamos nunca esta perspectiva pascual),
ya desde los orígenes de su vida (o incluso desde antes, si nos referimos al
cuarto evangelio).
Lo que se cuenta del Jesús
niño está al servicio no de un interés histórico: )qué le ocurrió en su infancia?, sino teológico: )quién era respecto a Dios y a la humanidad este hombre ya desde su
infancia?
Y esto que se quiere decir
de Jesús se dice de un modo muy concreto, conforme a una “forma literaria” muy
determinada. Y distinta en cada uno de los evangelistas, por eso resultan
relatos tan diferentes.
3. El origen de Jesús según san Mateo
Titulamos así este apartado porque esta sería la verdadera finalidad
de Mateo en la parte inicial de su evangelio. El evangelista tiene una idea muy
clara (teológica, no lo olvidemos nunca) que quiere transmitir a su comunidad
cristiana (formada originariamente en el judaísmo, tampoco hemos de olvidarlo):
Jesús es el Mesías esperado, el nuevo David, en quien se cumple definitivamente
la promesa hecha a Abrahán; es también el nuevo Moisés, pues, como él,
establece la Ley del nuevo pueblo de Israel, a quien ha sacado del reino de las
tinieblas, de la esclavitud del pecado, para conducirlo al reino de los cielos.
En los dos primeros capítulos de su evangelio,
Mateo reescribe todo el acontecimiento pascual en otra clave: el pueblo de
Israel esperaba que Dios cumpliera las promesas anunciadas por sus profetas, en
Jesús se cumplen estas promesas.
Si el evangelio fuera una
composición musical, podríamos decir que esta es la clave que permite
interpretar los signos de la partitura y formar con ellos una melodía
armoniosa. Si a los textos les aplicamos otra clave (pongamos la historicista),
la melodía que resulta es, por una parte, distinta a la que Mateo quería
interpretar y, por otra, absolutamente disonante.
Y el pentagrama en el que
Mateo nos dejó sus notas es una forma literaria muy precisa y hoy bastante
conocida para los exegetas, se trata del midrás
pesher. Un midrás es, en general, un método de interpretación de la
Escritura que empleaban los rabinos de la época del evangelista, y también el
resultado, la interpretación, que se deducía del empleo de ese método. En
ocasiones tenían tintes apocalípticos, por lo que es común el recurso literario
a visiones y apariciones de ángeles. En este sentido, la apocalíptica suele
anunciar algo bajo la forma de una comunicación divina a algún personaje del
pasado. De modo que, lo que está sucediendo y va a suceder aparece como algo ya
“predicho”. Ahora tiene lugar su cumplimiento.
Había diversos modos de
realizar el midrás. Los más generales son dos: la agadá, que consistía en una narración edificante centrada en un
personaje relevante cuya vida había sido ejemplar (algo parecido a nuestras
vidas de santos), y la halaká, que
eran narraciones de las que se deducían normas ético-jurídicas para la conducta
de los individuos y de la comunidad. Ambas perspectivas, exhortación y
normativa, procedían de una interpretación (exégesis) de los textos de la
Escritura.
Y junto a estos dos tipos
más generales, había otros más específicos, uno de ellos era el midrás pesher, es decir el midrás de cumplimiento. Que consistía en
investigar-interpretar las Escrituras en vistas a descubrir cómo sus promesas
se estaban cumpliendo, o se iban a cumplir próximamente, en el presente. Mateo,
para sus relatos de la infancia de Jesús, emplea este tipo de midrás, por eso
tiene tanto interés en mostrar que en Jesús se cumplen las Escrituras; lo llega
a indicar hasta cuatro veces en los relatos de la infancia: 1,22s; 2,15; 2,17s;
2,23 (y otras seis veces más en el resto del evangelio: 4,14-16; 8,17;
12,17-21; 13,35; 21,4s; 27,9s).
)Y qué es lo que se cumple en Jesús?
a) Jesús es el nuevo David
El
pueblo de Israel esperaba la irrupción en la historia de un tiempo final, caracterizado
por la paz, la gloria, que sería inaugurado por un nuevo David, un mesías; esta
vez ya el definitivo: el Mesías. De vez en cuando surgía algún que otro
personaje que decía ser este Mesías, había quienes le seguían. Pero sus
pretensiones quedaban frustradas. Aparentemente Jesús fue uno de ellos. Visto
desde fuera así era: el Mesías no podía morir, y él había muerto, y además de
un modo ignominioso en una cruz (véase Mt 27,37-42).
Pero los discípulos lo
vieron después vivo, con una existencia diferente a la de los demás vivos de
este mundo, pues Jesús no revivió, sino que resucitó a una existencia
espiritual-corporal nueva, plena. Ahí fue donde descubrieron de verdad que
Jesús era el Mesías. Lo habían esperado antes, pero su muerte había frustrado esta
esperanza; ahora comprenden cuál era su auténtico mesianismo. Un mesianismo que
estaba ya latente desde los orígenes, pero su corazón aún no lo había
comprendido.
En su evangelio, Mateo va a
narrar no la infancia de Jesús, sino su condición mesiánica manifestada ya
desde los orígenes (aunque veladamente). No lo que le pasó de pequeño, sino
quién era y lo que era ya desde su nacimiento. Veamos cómo lo hace.
* En primer lugar
diciéndonos que Jesús es descendiente de David y de Abrahán (1,1-17). La
promesa hecha por Dios al patriarca es el punto de partida, la realización a
través de su descendencia el de llegada. Jesús es quien lleva a plenitud la
bendición de Dios prometida a Abrahán para su descendencia y, por medio de
ella, para todas las naciones.
Entre Abrahán y David
señala el evangelista catorce generaciones, entre David y el destierro en
Babilonia otras catorce y entre el destierro y Jesús también catorce. )Se trata de un dato histórico? )Fueron realmente catorce las generaciones que hubo en cada período?
Ciertamente no, pues, como podemos observar, se ha saltado en la lista algunos
monarcas israelitas que aparecen en el libro de los Reyes. )Por ignorancia? No, pues están claramente en los textos de la
Escritura. La razón un claro motivo teológico. La lengua hebrea no tiene
números, las letras mismas tienen valor numérico. Y las letras del nombre “David”,
suman exactamente catorce (este era un recurso muy frecuente en la exégesis
judía de la época). Así que por este artificio literario, velado para los
lectores de hoy, pero evidente para los de aquella época, el evangelista está
diciendo, por tres veces, que Jesús es el nuevo y definitivo David.
* Y esta idea se concreta
después en el nacimiento de Jesús, que, sorprendentemente, no se narra (esto lo
hará Lucas). En este relato (1,18-25) el protagonismo lo tiene José, no María.
Es a José a quien un ángel le habla en sueños. )Y por qué se fija Mateo en José y no en María? La respuesta la tenemos
en las primeras palabras del ángel: “José, hijo de David, no tengas reparo en
recibir en tu casa a María”. Por medio de José es como el evangelista vincula
de nuevo a Jesús con la dinastía de David. Además es a él a quien le
corresponde poner el nombre a “su” hijo: “le pondrás por nombre
"Jesús", porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Los dos encargos del ángel
son cumplidos por José (vv. 24-25) y de este modo, por su medio, el plan de
Dios se cumple y sigue adelante.
Esta es la promesa hecha a Abrahán que Jesús, su descendiente (1,1),
lleva a su verdadero cumplimiento. Y para expresar esta creencia tan importante
en los comienzos de la Iglesia (recordemos las tensiones entre los judaizantes
y Pablo, por ejemplo), el evangelista compone un relato en el que desde Belén,
y no desde Jerusalén, Dios hará brillar la luz que ha de iluminar todo el orbe
de la tierra. Su luz alcanzará hasta los lugares más remotos, y desde allí
acudirán y venerarán al Mesías de Dios.
Esta dimensión universal
del mesianismo de Jesús se recoge en el pasaje de lo magos de Oriente (de los
que Mateo no nos dice que fueran reyes, esta asociación vendrá después por la
influencia de los evangelios apócrifos). Y en este relato se establece un
juicio, que será el que de verdad se realice en la Pascua de Jesús.
Jesús nace en Belén, pueblo
natal de David. La autoridad política judía (Herodes) aliada con la religiosa
(maestros de la Ley) buscan su muerte. (Se anticipa ya a los orígenes el
desenlace dramático de la vida de Jesús.) Su pueblo lo rechaza (véase Jn 1,11),
en cambio las naciones paganas lo reconocerán con Hijo de Dios (ver también Mt
27,54), cuya vida entregada salvará a la humanidad. Este es el significado del
relato de la adoración de los magos, y el de sus ofrendas: el oro por su
realeza, su mesianismo, el incienso por su divinidad, la mirra por ser el
perfume empleado para embalsamar a los muertos. Los cristianos reconocen en
Jesús el Rey o Mesías esperado (oro), el Hijo de Dios (incienso), que ha
ofrecido su vida en la cruz (mirra).
El recurso literario a una
estrella es normal si tenemos en cuenta que los magos de Mesopotamia (“Oriente”)
eran famosos por descifrar los designios divinos leyendo en el cielo los
movimientos de los astros. La lectura que algunos hacen hoy diciendo que se
trataba de un cometa que se acercó a la tierra cuando nació Jesús está fuera de
lugar, carece de sentido. El dato mateano está en otra clave.
Finalmente el evangelista compara a Jesús con el gran legislador
(2,13-23). Lo hará en más de una ocasión a lo largo del evangelio. Y para ello
se fija en algunos pasajes de la vida del libertador. Y, al igual que Moisés se
libró milagrosamente de la persecución a muerte dictada por el faraón, y tuvo
que salir de Egipto para regresar después y salvar al pueblo, así Jesús escapó
de la pretensión homicida de Herodes, huyó a Egipto, permaneció allí un tiempo indefinido,
hasta que murió Herodes, y regresó posteriormente a Palestina, instalándose sus
padres en Nazaret. Al llegar a este punto el evangelista interrumpe la
secuencia de su relato, que se retoma de nuevo cuando Jesús comienza su vida
pública.
Nada que decir de su
infancia. Ningún hecho relevante a juicio de Mateo en los años que precedieron
a la predicación de Jesús. Pero ahora ya están sentadas las bases con las que
iniciar el relato de su actividad salvadora. Se nos ha dejado bien claro quién
era: el Hijo de Dios, descendiente de Abrahán y de David, que viene a salvar a
su pueblo, a inaugurar, como un nuevo Moisés, el esperado reino mesiánico, que
habrá de ser universal, pues todas las naciones lo reconocerán como el
salvador.
El evangelio de Lucas ha adoptado una forma diferente para conseguir
el mismo resultado: remontar a los orígenes de Jesús las creencias teológicas
que la comunidad cristiana tenía de él tras el acontecimiento pascual. Y en su
presentación ha elegido una forma distinta a la que hemos visto en Mateo. Por
ejemplo, Lucas no se fija mucho en José, su comunidad no es de formación judía
y no le interesa tanto destacar la línea de heredad típica del judaísmo; en su
genealogía Cdesplazada al final del cap. 3C tampoco se remonta hasta Abrahán, patriarca de Israel, sino hasta
Adán, padre común de toda la humanidad; se omiten pasajes que en el primer
evangelio son esenciales: visita de los magos, huida a Egipto, matanza de los
inocentes..., no hay ninguna referencia, implícita o explícita, que permita
relacionar a Jesús con Moisés, esto no diría nada a los lectores de Lucas cuyo
ambiente religioso es muy distinto al de los de Mateo. Pero en cambio se relata
la anunciación a María, el nacimiento mismo de Jesús, una aparición de ángeles
a unos pastores, etc. Veamos cómo transcurre el relato lucano.
Aunque la comunidad de
Lucas no es de formación judía, él sí emplea en muchas ocasiones el recurso al
AT y a sus formas literarias para expresar la fe en Jesús que él tiene y formar
en ella a sus lectores. Así, en el caso de los relatos de la infancia de Jesús
utiliza un modelo veterotestamentario: los anuncios de nacimientos (véase Gén
16,11s; 17,19s; Jue 13,3-5; Is 7,14-17), que siguen un esquema típico
constituido por cuatro elementos: 1) concepción, 2) nacimiento, 3) imposición
del nombre, y 4) futuro del niño. Y junto a esto encontramos también en Lc los
elementos típicos de los relatos de vocación, cuatro también: 1) llamada de
Dios y misión, 2) objeción del llamado, 3) rechazo divino de esta objeción, y
4) signo de confirmación de la llamada (haya sido pedido o no). (Véase, por
ejemplo, Jue 6.) La señal dada no autentifica la aparición, que en ningún
momento se pone en duda, sino el envío; su función es confirmar la misión.
El evangelista utiliza
estos recursos literarios y los inserta en un marco más amplio que sirve de
pórtico a su evangelio: el nacimiento de Jesús. Y para presentar el nacimiento
de Jesús se sirve de un paralelismo muy propio de su cultura helenista: la
comparación. Lucas compara dos nacimientos, el Juan Bautista y el de Jesús. El
resultado de esta comparación es favorable, lógicamente, a Jesús. Igualmente
sucederá con María, cuya fe y misión resulta superior a la de Zacarías, padre
de Juan. Por esta razón observamos que en el relato lucano hay dos
anunciaciones (1,5-25 / 1,26-28), dos concepciones (1,24s / 1,35),
dos nacimientos (1,57s / 2,6s), dos circuncisiones (1,59 / 2,21) y
dos sumarios finales sobre los primeros años de cada niño (1,80 / 2,52).
Estos relatos suponen para
el conjunto del evangelio un prólogo cristológico, y como tal están ligados con
la parte final. Así, las primeras palabras puestas en boca de Jesús (2,49)
están relacionadas con las últimas (23,46); ambas se apoyan en una misma idea:
su filiación divina.
Dios revela, por medio de
voces proféticas, las de Isabel y Zacarías C“llenos del Espíritu Santo”C (1,41-43; 67ss) y las de Simeón y Ana (2,25-38), la realidad
auténtica de Jesús, que permanece oculta a los ojos humanos.
No estamos, como en Mt,
ante un midrás pesher; ni se nos cuenta la historia del nuevo Moisés, en
referencia a retazos históricos de la vida del antiguo Moisés. Lucas escribe
sobre el origen divino de Jesús y su misión sirviéndose de los patronos que
obtiene del AT.
Mateo construyó con su
evangelio de la infancia una agadá de Jesús-Moisés, en la línea de la
interpretación judeo-cristiana. Lucas expresa la comprensión que de Jesús tiene
una comunidad heleno-cristiana. Y se sirve para ello de un recurso literario
muy popular en el mundo helenístico de la época: el mencionado paralelismo.
Como el relato lucano es
más amplio que el de Mateo destaquemos tan solo algunos pasajes más
significativos.
La narración de la infancia de Jesús comienza con el anuncio del
nacimiento de Juan Bautista (1,5-25). Su concepción es milagrosa, pero no tanto
como será la de Jesús.
Gabriel, el mensajero de
Dios a quien ya conocemos de Dn 8,16 y 9,21, se aparece a Zacarías y le anuncia
el nacimiento de un hijo suyo. Zacarías, ya anciano y casado con una mujer
también anciana y estéril, duda de su palabra. Pero, a pesar de la duda, el
milagro se obrará porque es Dios quien va a realizarlo. El caso de María
contrasta por la confianza puesta en las palabras del ángel. (La pregunta sobre
cómo podrá ser eso es retórica, la requiere el esquema de anuncio de nacimiento
que está empleando Lucas.) Toda la tensión del relato se descarga al final en
el fiat mariano, pero lo
verdaderamente importante son las palabras previas del mensajero: “El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y el poder del Dios altísimo te envolverá. Por eso, el
niño que ha de nacer será santo, será Hijo de Dios”. Ahí es adonde quería
llegar el evangelista. Todo un complejo binomio de anunciaciones para terminar
proclamando a Jesús como el Hijo de Dios, concebido no por obra de varón, ni
siquiera por un varón santo, sino por el Espíritu Santo.
Y este niño, cuyo
nacimiento se anuncia a María, es fruto del cumplimiento de las promesas
divinas, viene a ser la manifestación escatológica, definitiva, de Dios. Por eso:
“Él será grande, será Hijo del Altísimo. Dios, el Señor, le entregará el trono
de su antepasado David, y reinará eternamente sobre la casa de Jacob. Su
reinado no tendrá fin”.
En el
contexto de la visita de María a Isabel se coloca la alabanza del Magníficat, que es un mosaico de textos
del AT con la forma de un salmo de acción de gracias. Probablemente se inspire
en el canto de Ana, madre de Samuel (1 Sam 2,1-10), y canta, en síntesis, la
acción misericordiosa de Dios que llena de riquezas a los pobres y cumple
fielmente sus promesas.
Desde el punto de vista
literario es difícil que represente las auténticas palabras de María. (No hay
ninguna referencia explícita al nacimiento del mesías, algo extraño después de
la anunciación.) No obstante, la opinión de los investigadores se divide. Es
posible que sea un himno cristiano primitivo, tal vez de origen judío, que haya
sido retocado por el evangelista y puesto después en boca de María.
Los beneficiarios de la
acción divina son los anawim, los
humildes. Término que tendría un sentido más religioso que económico, al que
englobaría en la mayoría de los casos; se trataría de los que tienen plena
disposición y dependencia de Dios (véase Sof 2,3; 3,11s). Sin duda habría que
situar a María en este grupo.
En el canto se pueden
distinguir cuatro secciones (46-55): a)
acción de gracias por los beneficios personales (46-48); b) misericordia de Dios hacia los que lo temen (49-50); c) actuación divina en favor de los
humildes (51-53), y d) amor de Dios
por Israel (54-55).
El cántico se cierra con el
v. 56, que sirve de sutura a la escena. Parece como si María, en su visita,
dejase a Isabel justo antes de dar a luz. Lo que se hace más bien es concluir,
retóricamente, un episodio; algo típico de Lucas, que nunca abre una nueva
escena sin haber concluido la anterior.
Al
nacimiento de Juan le sucede la alabanza de su padre: el Benedictus (1,68-79), que es una cadena de citas y alusiones
veterotestamentarias cuyo origen está probablemente en un salmo independiente
al que Lucas habría adaptado a esta nueva situación y puesto en boca de
Zacarías.
Su estructura literaria se
centra en el binomio alianza-juramento de los versos 72-73. El resto del canto
forma después un cuadro simétrico en torno a este eje.
El himno comienza con la
acción salvadora de Dios que ha visitado a su pueblo. Visita que en este momento
va a ser la misión del mesías. A la mención de la visita le sigue la idea del
anuncio-cumplimiento. La salvación que había sido anunciada por los profetas y
que hoy se cumple. Así, lo que va a suceder no es un hecho fortuito, sino que
responde a un plan perfectamente proyectado y anunciado por Dios.
Los versos 72-75 forman la
estrofa más larga, que gira en torno al binomio promesa-liberación. La venida
del mesías está en relación con la promesa divina a Abrahán. La salvación
anunciada se corresponde con la alianza.
Finalmente la atención se
centra en la misión de Juan, que debe preparar los caminos del Señor, los
caminos “espirituales”, pues el Señor llega. (La llegada de este niño da
cumplimiento a la profecía de Mal 3,1.) La misión de Juan debe conducir al
perdón de los pecados. Los tiempos mesiánicos serán posibles cuando se obre la
reconciliación entre el hombre y Dios. Juan la anunciará y preparará; Jesús, el
mesías, la llevará a cabo. El mesianismo de índole política queda de este modo
totalmente descartado.
Augusto
fue emperador de Roma entre los años 30 a. C. y 14 d. C. Frente a la gran
propaganda imperial de la pax augustea,
Lucas anunciará la pax Christi
(2,14). De este modo, el nacimiento de la nueva era no tiene su origen en Roma,
la gran urbe, sino en Belén, la pequeña ciudad de David.
El evangelista organizará
toda la historia para hacer que toda ella confluya en el nacimiento de Jesús en
Belén. Para lo cual busca un motivo por el que José tuviera que trasladarse
desde Nazaret hasta la ciudad de David: el empadronamiento de todos los hombres
del imperio.
El lugar físico donde nació
de Jesús, )una cueva?, motivo central para nuestros “nacimientos navideños”, es
algo que no preocupa demasiado al evangelista. Hay que tener en cuenta que las
casas pequeñas de la época tenían una única habitación, pegada a una cueva que
servía de establo (aún las hay así en la actualidad).
El relato del nacimiento es
escueto y evita cualquier sentimentalismo (soledad de una madre primeriza,
nacimiento en una cueva por negarles posada, etc.). Estas lecturas son ajenas
al contexto del relato y proceden de épocas históricas posteriores.
Conforme a la ley de Moisés, el niño debe ser llevado al templo y “rescatado”.
Pero el acento no se pone en el hecho mismo de la circuncisión/presentación,
sino en los dos episodios proféticos que la acompañan (2,21-38). De hecho el
pasaje no responde a la idea del sometimiento de Jesús, como todo israelita, a
lo exigido por la ley (Gál 4,4), sino que todo él se orienta a la intervención
de Simeón y Ana, es decir, al reconocimiento por las dos figuras proféticas de
su mesianismo. En paralelismo con el nacimiento de Juan, tendríamos las
palabras de Zacarías frente a las de estos dos ancianos.
Según la Ley, todos los
primogénitos, tanto de animales como de personas, debían ser consagrados a Dios,
en reconocimiento de la soberanía divina y como recuerdo de la salida de
Egipto. Los animales debían ser sacrificados, pero no los niños, cuyas vidas
debían ser rescatadas, ofreciendo por ellas unos dones en el templo.
La centralidad del pasaje
está pues, como hemos dicho, en las palabras de Simeón y Ana. Las actitudes del
primero son las que, iluminadas por el Espíritu Santo, van a permitirle
descubrir la verdadera identidad del niño, de modo que, al verle, alabe a Dios.
Esta imagen sirve de marco para el cántico que viene a continuación, conocido
en la liturgia como Nunc dimittis,
una alabanza a la fidelidad divina manifestada ahora en el nacimiento de este
niño, que es “luz que se manifiesta a las naciones, y gloria de tu pueblo
Israel”. De nuevo un recuerdo de la misión universal de Jesús (que en Mateo se
expresó mediante el episodio de los magos).
Y a la intervención de
Simeón le siguen las palabras de Ana, una profetisa viuda muy anciana, que
servía a Dios en el templo. Ella también “se puso a hablar de Jesús a todos los
que esperaban la liberación de Jerusalén”.
Dos ancianos son los
instrumentos de los que el evangelista se sirve para revelar la verdadera
identidad de aquel niño. Lucas, sensible siempre a los pobres, ha querido
acentuar la predilección divina por este tipo de personas que, sin ninguna
trascendencia social, esperan confiada y fielmente su intervención salvadora;
algo similar a lo que podemos observar en el pasaje del anuncio de los ángeles
a los pastores (2,8-20).
Los datos que sobre el nacimiento y la infancia de Jesús nos ofrecen
los evangelios canónicos (Mateo y Lucas) son muy escasos. Esto por dos motivos
fundamentales: primero, la centralidad del mensaje cristiano está en el
acontecimiento pascual, y segundo, el interés por los orígenes de Jesús es
tardío. Con el tiempo, la reflexión cristológica sobre su divinidad, la
necesidad de conocer más sobre su biografía, de llenar las lagunas de los años
de vida oculta, y las exigencias intrínsecas de la religiosidad popular
hicieron que se prestara mayor atención a estos temas, surgiendo en torno a
ellos una amplia literatura cargada de gran imaginación y piedad. Con ellas se
pretendía también salir al paso de ciertas posiciones erróneas, heréticas, que
empezaban a surgir en las comunidades cristianas.
Estos escritos circularon
durante mucho tiempo por las diferentes comunidades, pero al no emplearse en la
liturgia y no adquirir la categoría de textos canónicos se fueron quedando en
olvido. Hoy, algunos de estos libros se han recuperado, pero otros se han
perdido quizá para siempre.
De entre esta literatura
caben destacar, por su influencia en la piedad popular, el Protoevangelio de Santiago, de mediados del s. II, y el llamado Evangelio del Pseudo Mateo, más tardío
ya, probablemente de mediados del s. VI. La influencia de ambos en la
literatura y el arte es notoria.
El Protoevangelio de
Santiago narra la vida de María, menciona a sus padres (Joaquín y Ana, que la
concibieron siendo ya mayores), su educación hasta los doce años en el templo,
su posterior matrimonio con José, un viudo, padre de varios hijos, la
anunciación de Gabriel, el nacimiento de Jesús en Belén, la huida a Egipto y el
asesinato de Zacarías, padre de Juan Bautista, por Herodes.
El Evangelio del Pseudo
Mateo es digno de mención ahora porque, entre otras cosas, se recoge en él una
tradición, muy antigua, que ha quedado piadosamente plasmada en nuestras
representaciones del nacimiento: la presencia de un buey y un asno junto al
niño Jesús. Se narra, además, la estancia de la sagrada familia en Egipto y la
infancia de Jesús. Sobre los citados animales se dice lo siguiente: “Tres días
después de nacer el Señor, salió María de la gruta y se aposentó en un establo.
Allí reclinó al niño en un pesebre, y el buey y el asno le adoraron. Entonces
se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: «El buey conoció
a su amo, y el asno el pesebre de su Señor»”.
Cabe citar también un
último ejemplo en el Evangelio armenio de
la Infancia, posterior al s. VI, y que se sirve de relatos anteriores,
principalmente del Protoevangelio de Santiago y del Evangelio de la infancia de
Tomás. En este apócrifo se mencionan los nombres de los magos que adoraron a
Jesús, de los que se dice además que eran reyes. Se trataba de Melkon, rey de
los persas, Baltasar, de los indios, y Gaspar, de los árabes. Otros textos
recogen en cambio otras tradiciones, y fijan en cuatro y hasta en doce y quince
el número de los magos. Otros también ofrecen nombres diferentes para ellos:
Tanisuram, Malik y Sissebâ, dejándonos en la ignorancia de saber si eran o no
reyes.
Juan Antonio Mayoral
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